Guardia de cine: reseña a «Matar al mensajero» (2014)
Mantiene cierto atractivo propio al género, aunque acabe siendo un título bastante insulso
Hubo demasiados titulares negativos que marcaron la inestable y caótica década de 1980, por mucho que la nostalgia saque hoy brillo y purpurina a base de cera marca “Falsete Máxima”. La relación de hechos históricos es larga y desesperanzadora. Solo la caída del Muro de Berlín en 1989 fue un distante punto brillante en el firmamento que nos insufló la posibilidad de creer en un mundo y un futuro mejores. Y a esa época artificiosa y de neón, por ser aquella en la que eran niños ajenos a los problemas de verdad, a esa roca a la que se agarran algunos de mis coetáneos, a semejanza de percebes de baja cotización en la lonja. Y nos dirigimos a esos años en los que se vivió la irrupción a lo bestia de la droga en nuestras calles y que en EEUU acabó vinculándose con la lucha contrarrevolucionaria y anticomunista en Centroamérica. Aquí no vamos a jugar a ser superiores moralmente o a escandalizarnos siguiendo un libreto de obra de teatro barata para monjas laicas, tampoco a estirar el dedo acusador a modo de dardo durante una tarde con los amigotes en el bar, pues la droga ha sido siempre fuente de financiación para el esfuerzo bélico en muchos puntos del planeta, tanto en manos de grupos terroristas como de ejércitos de naciones democráticas (léase Francia en Indochina). Pero en los EEUU se vivió una epidemia, quizá una suerte de vuelta de tuerca siniestra al Proyecto 100.000 de Robert McNamara: en vez de enviar a los jóvenes de los bajos fondos a una guerra en un agujero llamado Vietnam, se les envenenaba a base de crack y se frenaba al Comunismo.
Gary Webb, un Quijote que acabó sufriendo en su carne y alma lo que hoy llamamos “cancelación”, fue un periodista de investigación que había conseguido el Premio Pulitzer en 1990 por la cobertura del terremoto de 17 de octubre de 1989, y que en 1996 publicó en el San José Mercury News, la serie “Dark Alliance”. Webb encontró un hilo suelto del que tiró y el lino impoluto del traje de la CIA se fue deshaciendo a medida que aparecían nombres, fechas y miles de tonelada de cocaína con rumbo a los EEUU, así como vuelos de regreso de los mismos aviones, con sus bodegas a reventar de armas y dinero para la Contra nicaragüense. Era una locura que un periodicucho de supuesta mala muerte y de tirada local, diera semejante bombazo. Y, claro, otros periódicos y compañeros de profesión, en vez de seguir ensanchando la brecha y allanar el paso a la verdad, se dedicaron a cuestionar su estilo y a tachar a Webb de exagerado. Cuesta creer que medios como el Washington Post, en cuyas páginas vieron la luz los conocidos como Papeles del Pentágono, se prestaran a tan superficial juego.
Con «Matar al mensajero» somos testigos cinematográficos de parte de esa biografía marcada por una lucha solitaria entre los márgenes peligrosos del periodismo de investigación, el mismo que agoniza en la era de la desinformación, en la carrera a codazos por rellenar tabloides por rellenar, como si solo se tuviera que echar de comer mierda “copiapegada” a una piara global de cerdos. Por supuesto, cuando hablo de periodismo de investigación estoy hablando del periodismo honesto, no del que hace alarde algún caniche conspiranoico de fin de semana.
Desconozco hasta qué punto esta película es fiel con la biografía de Gary Webb; cuánto habrá de ficción. Mantiene cierto atractivo propio al género, aunque acabe siendo un título bastante insulso. Me quedé hasta el mismo final queriendo saber qué sucedía a continuación y la interpretación de Jeremy Renner me llegó, pero la cinta carece del carisma y de la tensión de la que debería habérsele dotado. Le falta fondo, y no solo lo digo porque la labor de vestuario y ambientación fuera nula. Eso no quiere decir que el director no lo haya intentado, pero la espiral de rabia y frustración solo se queda en un par de escenas.
A pesar de todo, lo digo sinceramente, «Matar al mensajero» es una película que me ha gustado por retratar la amargura de aquel que destapa un escándalo, un elemento perturbador de la paz, y solo encuentra hostilidad a su paso por parte de propios y extraños. Un pedazo de vida de un hombre que apareció con dos heridas de bala en la cabeza; según la autopsia, se había suicidado… Claro.
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