Guardia de cine: reseña a «El planeta de los simios» (1968)
Transcurrido más de medio siglo, las imágenes capturadas por Franklin J. Schaffner, acompañadas por la truculenta banda sonora creada por Jerry Goldsmith, conservan una fuerza monstruosa, capaz de hacer temblar incluso los cimientos del espectador del s. XXI
Tras pasar por las manos y las máquinas de escribir de Rod Serling y Michael Wilson, el argumento ideado por Pierre Boulle, cinco años antes, quedó inmortalizado como uno de los títulos cinematográficos imprescindibles del cine de ciencia ficción postapocalíptico y antibelicista, logrando incorporar hasta consignas propias de las manifestaciones contra la guerra del Vietnam en boca de Charlton Heston, a quien hoy muchos, sin tino, tachan de vulgar y hueco fascista. Serling y Wilson hicieron suficientes cambios a la historia para adaptarla a las preocupaciones del momento y para darle un dinamismo que, en ciertos momentos, llega al absurdo (simios que hablan un perfecto inglés, lo cual no provoca sorpresa en un protagonista que se cree a años luz de la Tierra y dos mil años en el futuro). Y, de ahí, que el fin de la civilización humana no se deba a la apatía, sino a la guerra termonuclear.
Ya no tenemos a tres civiles vernianos a bordo de una nave interestelar, sino a cuatro militares (tres hombres y una mujer, la teniente Stuart, la cual tendrá menos recorrido en el guión que Nova), en una misión que partió de la Tierra en 1972 y que pretendía demostrar la teoría de la distorsión temporal de un viaje por el cosmos a altas velocidades. Taylor, cigarro en mano, deja registradas unas últimas palabras antes de introducirse en su cámara de hibernación, y da cuenta de que es un hombre desencantado con su feraz y combativa especie, preguntándose si, tras tantos siglos que habrán debido de transcurrir en la Tierra (si la teoría es cierta), los humanos se habrán aniquilado mutuamente.
Por una razón que no se explica, la nave interestelar se precipita hacia la órbita y atmósfera de un planeta desconocido y, de forma errática, acaba estrellándose en un lago, dando apenas tiempo a que Taylor y los otros tripulantes masculinos, Landon y Dodge, se despierten, cojan lo imprescindible y salven la vida. La pobre teniente Stuart, sobre la que en un momento dado y muy avanzado de la cinta se nos informa que iba a ser una nueva Eva en un nuevo mundo (algo inverosímil pues para ello harían falta más miembros femeninos), hace tiempo que murió por un fallo en su cámara, quedando sus restos perfectamente momificados.
Los supervivientes logran alcanzar tierra firme en una ridícula balsa salvavidas (a juego con el detalle de Heston haciendo la pinza en la nariz con los dedos antes de saltar y abandonar la nave), para enfrentarse a una hostil orografía con provisiones de boca suficientes para solo unos días. El terreno es árido y seco, así como extraña la climatología reinante. Todo ello les hará pensar que el planeta está yermo y sin vida; una tumba para la cual mejor hubiera sido haber fenecido durante el sueño estelar, como hizo la teniente Stuart.
Sin embargo, Taylor y sus hombres darán con señales de vida, así como con unos extraños monigotes crucificados. Y en la floresta se cruzarán con un grupo de humanos primitivos que les arrebatarán la ropa, al igual que sucede en la novela, y todos acabarán siendo presa de la partida de caza de unos gorilas (me pareció excepcional que se conservara el terrorífico fragmento literario de los cazadores sacándose una fotografía junto con sus piezas recién cobradas).
Taylor resulta herido en la garganta, quedando temporalmente imposibilitado para hablar, modo en el que se salvan los problemas de comunicación que, acertadamente, Pierre Boullé creó y solucionó, pero, ¡ay!, el inglés que se extiende por todo el universo como así lo dejaron sentado los dicharacheros guionistas de «Stargate SG-1».
Al contrario de lo que sucede en la novela, se comenta que por cuestiones financieras en producción, la civilización símica tuvo que distar de ser cómo la planteó Boulle (Serling propuso un guión más fiel, que fue reescrito por Wilson, ahondando en una faceta más primitiva). En pantalla vemos una extraña mixtura con detalles prehistóricos, de la Edad media y de tiempos modernos (como es el instrumental médico y las armas de fuego), alejándose de las modernas metrópolis simias de la novela (aquí reducidas a pequeños edificios de arquitectura orgánica propia de Antonio Gaudí). Obviamente, sirviéndonos de actores humanos bajo un tupido maquillaje, tampoco se alcanza la imagen simia correspondiente a la agilidad y expresiones descritas por el autor, pero se creó una iconografía clásica y aterradora, muy en la línea del mensaje que navega a ras de superficie. Y es este mismo mensaje el que ayuda a que el doctor Zaius gane interés y peso. Ya no es el imbécil, envidioso y atildado orangután que solo busca reconocimiento y conservar su pequeño tronito en el instituto, sino que es un individuo preocupado por la irrupción traumática de un elemento extraño, de Taylor, un hombre procedente del pasado y dotado de la inteligencia y la malicia propias de su especie; un guerrero que, aunque se aferre a su nihilismo, es un peligro cierto para la sociedad símica a la que Zaius ha jurado proteger por cualquier medio, ya sea mediante la mentira, la represión o destruyendo yacimientos arqueológicos.
Al igual que el de Zaius, resultó interesante el giro dado a Zira y a Cornelius (Aurelio en la versión española, a saber porqué), quienes se encontrarán en una situación más comprometida que aquella en la que los posicionó Boulle, quien practicó con ellos una suerte de ejercicio de cuento feliz. Zira y Cornelius se enfrentan con todas las de perder al sistema y son condenados y perseguidos por Zaius y sus gorilas, aunque no por la maldad del orangután, sino para evitar un desastre que el viejo maestro conoce por medio de las escrituras sagradas y por lo que se oculta del ser humano más allá de la marca siniestra que delimita la mítica Zona Prohibida: el legado de muerte y destrucción de la guerra que Taylor recibirá ante los restos de la Estatua de la Libertad. Arrodillado y a merced del dolor, Taylor maldecirá a su especie y a las guerras.
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