Guardia de cine: reseña a «Harry El Sucio» (1971)
Película cuyo título resuena como un eco broncíneo y latente en el subsconsciente colectivo por su violencia primeriza de dos rombos, pero que, hoy, apenas se reduce a unos tiros y a un poco de sangre falsa, a diálogos contestatarios, irónicos y gruesos, y a alguna fémina a varios metros de distancia enseñándolo todo y mostrando nada. Un formato que hemos superado incluso de forma peligrosa, pero que sigue encerrando una entretenida y tensa historia policial, y presentando a uno de los personajes más icónicos de los encarnados por Clint Eastwood
Harry Callaghan es, siendo llanos, el recadero del Departamento de Policía de San Francisco. El término me rechina aún al oído y a las teclas; no se ajusta en toda su amplitud, pero sirve para hacerse una idea, por cuanto es el inspector al que hacen ir de un lado para el otro encargándose de los casos que los demás no quieren. Más que el recadero, Callaghan sería el basurero, de ahí la suciedad de su mote: como si fuera el último mono inmigrante en un país rico, se dedica a recoger la mierda y la ingratitud. Es un policía que ha de meter las narices en los vertederos sociales y emplea medios expeditivos (y a la altura de sus contrapartes), ensuciándose las manos porque los demás uniformados no quieren saber nada del asunto ni dar una solución. Por eso no es de extrañar que se le encargue el asunto de Escorpión (Scorpio), un psicópata con rifle y de gatillo fácil que lo mismo le da por asesinar a una mujer nadando en una piscina, que a un niño negro de diez años del extrarradio, que a una adolescente tras secuestrarla y violarla. Un criminal sin control que juega con la ciudad a su antojo y que la chantajea a cambio de hacer descansar en un rincón, y por el momento, su arma de caza. Callaghan, con su nuevo compañero, Chico González, recibirá la misión de detener a Escorpión cuando fija un plazo para la entrega del dinero que ha fijado para la vida de una chica que ha secuestrado. El reloj va quemando segundos, minutos y horas.
Callaghan y Chico son capaces de dar con Escorpión y emboscarlo, pero es el propio Callaghan quien logra identificarlo y, espoleado por las manecillas dentro de la esfera, escala la verja del estadio donde reside y se refugia el asesino, y se salta la Ley al entrar en su domicilio sin orden judicial y arrancándole la información del paradero de la chica mediante tortura. Como era de esperar, todas las pruebas obtenidas, aún con el cadáver fresco de la chica en la morgue (ya estaba muerta antes de capturar a Escorpión), quedan descartadas y el criminal es puesto en libertad para suma indignación del protagonista de la cinta.
El mensaje que se puede extraer —más allá del icono violento y plagiable que Eastwood donará al cine, con ese diálogo Magnum 44 apuntando a la cabeza de su objetivo y esa línea de diálogo que comienza con ese “Sé lo que estás pensando…”—, es la de exponer la inquietud y frustración ante el abuso de los derechos de tutela judicial. Para el que suscribe, la presunción de inocencia es sacrosanta, pero no deja de resultarle irritante los vericuetos torticeros con los que los criminales son capaces de minar la Ley en su interés y malicia, riéndose a la cara de la sociedad que se dotó de tales derechos para evitar atropellos por parte de la Autoridad. Creo sinceramente que si los Juicios de Núremberg, en vez de celebrarse entre 1945 y 1946, hubieran acontecido tras 1948, todos los gerifaltes nazis se habrían parapetado tras sus derechos humanos como réplica a las condenas que se les impusieron por no haber hecho otra cosa que violar los derechos de los demás de formas inimaginables. No es solo la escena de Callaghan ante el fiscal, sino la previa cuando captura al asesino a falta de una hora del término del plazo para salvar a la chica: Escorpio se deshace en sollozos pidiendo clemencia y un abogado. Luego, claro, está la Ley, pero Callaghan se pregunta si merece la pena luchar con las reglas del sistema cuando las víctimas tienen menos derechos que aquellos que las agreden; cuando estos últimos se saben beneficiados y juegan sucio sin que haya árbitro que se lo impida. Es un mensaje rabioso contra el estancamiento legal y burocrático, y que tiene un magnífico final con la última escena, cuando Callaghan arroja su placa de policía a la balsa donde Escorpión se hunde tras haber recibido la sexta bala del Magnum 44. Asesino e insignia policial que, para Callaghan, merecen acabar olvidados en el mismo sitio.
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