Guardia de literatura: reseña a «Bendita palabra», de Verónica García-Peña
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Es una lectura entretenida, pero de escaso vuelo y mejorable desarrollo, sin que se le pueda pedir mucho; ideal para aquel que disfrute con novelas de capítulos cortos y plagados de descansos.
La honestidad me tira de la lengua, así que procedo a reconocer que si esta novela acabó en el fondo de las tripas de mi Kindle fue por pura curiosidad aderezada con unos toques de amarga nostalgia. Se me antojó divertido leer una historia de asesinatos e investigación policial en unas calles por las que he hollado, sin tener que verme forzado a tirar de imaginación o de la sección de imágenes de Google para completar la arquitectura del cuadro que forma cada capítulo.
Sí. Así es. Si no hubiera sido por esas notitas de referencia, con toda seguridad no me habría tomado la molestia de adquirir este ebook.
Lo más destacable de la obra es la sencillez y fácil lectura que tiene. La trayectoria y tablas de esta chica me resultaban desconocidas hasta que me he puesto a escribir esta reseña y me he topado con que en 2015 y 2017 quedó entre los finalistas del Premio Planeta (lo cual no tiene que significar nada); así como que ésta es su primera novela, con la que obtuvo el Accésit en el I certamen literario Nemira. Pero esto no es a lo que iba y retomo la senda correcta y lo que quería decir: de entre todos los ebooks que he adquirido, éste es el mejor escrito, tan solo afectado por los gremlins habituales que aparecen durante una apática corrección, como es borrar sin querer palabras o colarse tiempos indebidos y otros, así como inconcebibles licencias del corrector de textos (vos populi en vez de vox populi, cosa de la que me acuerdo porque aparece al final y en dos párrafos que apenas se separan en unas contadas páginas); a lo que se añade que la presentación del marido de la principal protagonista es pésima, con frases inconexas y sin sentido, y sobre las que no se ha empleado un simple vistacito.
Verónica es capaz de mantener la tensión en el texto, aunque sea a costa de técnicas un tanto sucias y exasperantes, como la de que un personaje reciba un mail cargado de pistas y, en vez de leerlo nada más abrirlo, se le busca cualquier escusa para que haga de todo menos justo aquello para lo que se nos ha preparado durante líneas y líneas de texto; también me pareció una burla el antivirus del periódico donde trabaja la protagonista, que te tarda siglos en escanear un simple .pdf de contados kilobytes para solo retrasar la acción. Son ejemplos de los muchos que se han sembrado por el texto y que, en vez de provocar un corte de respiración, causan el desaliento en el lector, quien sigue simplemente por confirmar si ha acertado la identidad correcta del asesino, cuyo modus operandi me resultó claro desde el minuto uno y eso que del tema no estoy muy puesto.
Otro punto negativo es que todos los personajes, sin excepción, están interrelacionados hasta lo absurdo. Para no aguarle a nadie la sorpresa no diré nombres, pero el que fulano sea hijo de mengano, amante de futano por lo que provocó que éste rompiera su compromiso de matrimonio con menganita y que, además, compartiera vivienda de estudiantes con otro fulanita y que acaba siendo testigo de un asesinato, resulta cuanto menos estrafalario. No hay identidades individualizadas y aisladas, con sus propios secretos que lleven a la policía a un callejón y vuelta a empezar. Es como si jugáramos a una repetitiva ruleta en la que la autora hace justo lo contrario que el común de los mortales: el asesino es justo aquel quien se lleva todos los odios de cuanto se cruce por el camino.
Lo bueno respecto a los personajes es que no son los superguays de turno que suelen colarse por estas novelas. Una opinión a la que llegué al pensar que esta obra sería la de un autor novel (y que se confirma), pues estos tienden, como padres insidiosos, a desarrollarse a través de sus hijos, a dar una imagen de lo que les gustaría ser y no son. Al menos no tenemos, por ejemplo, a la bella y estilosa periodista por la que se derriten los hombres, sino una mujer que ve pasar los años sin una oportunidad de medrar en su profesión, cobrando una miseria y trabajando de becaria para un jefe cabrón; como tampoco tenemos al supersabueso con placa al pecho, sino a un hombre con problemas familiares y de sobrepeso… aunque todos son un tanto flojos, planos y monocolor.
Y, a decir verdad, resulta meridiano que una de las muertes nada tiene que ver con el resto.
Y como siempre sucede con las novelas policíacas ambientadas en España por autores no muy puestos en el asunto de las diligencias de instrucción, la propia investigación está americanizada. Solo en una ocasión se menta el juez de instrucción para levantar (creo recordar) el segundo cadáver y nada más, como si no pintara nada cuando hay que darle cuenta de cada paso que da, así como del sempiterno secretario judicial, del que no hay rastro ni como planta rodadora. Algo que se habría podido corregir si la autora se hubiera leído el protocolo de la Ertzaintza y que está disponible, si se busca un poco, en Internet (yo lo tengo desde hace años y es muy ilustrativo).
Aunque Verónica ha pretendido darle el peso “real” a la obra, cae en simplonadas como hacernos un fiel manual de instrucciones de búsqueda en la hemeroteca digital del periódico ficticio que ha creado para ubicar a su protagonista civil, lo cual poco o nada nos interesa. Tampoco llega a resolver el asunto al ciento por cien, pues no se aclara cómo el asesino provoca el suicidio de una de sus víctimas, como hay lagunas sobre cómo uno de los sospechosos llega al punto en ese funeral dantesco en la parroquia de san Felicísimo de Deusto.
Es una lectura entretenida, de escaso vuelo y mejorable desarrollo; ideal para aquel que disfrute con novelas de capítulos cortos y plagados de descansos.
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