Guardia de cine: reseña a «Serpico»

Título original: «Serpico». 1973. EEUU. 130 min. Biopic. Dirección: Sidney Lumet. Guión: Waldo Salt, Norman Wexler (basado en la obra de Peter Maas). Reparto: Al Pacino, John Randolph, Jack Kehoe, Tony Roberts, Biff McGuire, Cornelia Sharpe

Título estrella de la década de 1970 que es difícil de seguir si antes no te has leído la biografía que firmó el periodista Peter Maas

Ésta es una película que va a renglón seguido de otras como «Todos los hombres del Presidente». La adaptación de un escándalo, otro más, vivido durante la incipiente década de 1970, cuando los thrillers políticos vendían más palomitas que el resto de géneros. Poco importaba que el público estuviera curtido a base de artículos periodísticos y telediarios; incluso se hubiera leído los libros que profesionales del Washington Post o el New York Times eran capaces de poner a disposición de las editoriales en un tiempo récord. Y puede que fuera lo mejor, pues el «Serpico» de Lumet es difícil de seguir si uno antes no ha leído la biografía que escribió Peter Maas (a la que dediqué una reseña que podéis leer aquí).

El guión de «Serpico» recoge los puntos más relevantes de la historia de un policía honesto en una cruzada solitaria contra la corrupción imperante en el Departamento de una ciudad como es Nueva York, dotada con treinta y cinco mil uniformados. Su concepto de lo que debe ser un agente de la Ley, su obstinación y su criticable (para la época) aspecto físico acompañarán a Serpico desde que sale de la academia hasta que recibe la placa dorada de detective, sin embargo, la velocidad que se imprime a la cinta es demasiada para que el relato sea conexo. No me parece un error sintetizar y ahorrar al espectador las nimiedades que el patrullero Serpico encuentra durante sus primeros años, centrándose únicamente en la escena del restaurante; pero no se explica de dónde le viene a Serpico ese amor por el uniforme y proteger a la comunidad de la delincuencia, algo muy tratado en el libro de Maas durante los primeros capítulos que se eliminó para dar espacio a la vida íntima del protagonista con la mujer con la que compartió largos meses de tensión y que apenas aporta a la biografía tres o cuatro frases sueltas, extraídas de una entrevista. Este cambio dota al Serpico cinematográfico de más humanidad y da muestra de cómo afectaba su lucha a quienes le rodeaban. Esto está muy bien, pero la historia clama por minutos extra al irse agolpando y descafeinando las escenas. Lo vuelvo a decir: si no hubiera leído antes la obra de Maas en la que se basa la película, me habría desubicado desde el instante en el que Serpico abandona las funciones de patrullero y accede a un puesto donde puede vestir de civil, que es donde un oficial superior se saca la baza falsa de que es homosexual. Los jefazos y los compañeros van pasando sin presentación; habrá muchos, cuya importancia es capital en la trama, que apenas lucirán ante la cámara durante unos segundos en los que apenas son nombrados por sus apellidos, mientras las piezas del tablero de la corrupción se van poniendo nerviosas cuando Serpico está cerca: unas porque puede ser un chivato que arruine su medio para mejorar ostensiblemente sus grises existencias como agentes de policía; otros porque no quieren ni hablar del peluquín y menos cargar con la responsabilidad de semejante escándalo, prefiriendo lavar los trapos sucios en casa tarde, mal y nunca, manteniendo punto en boca. ¿Quién es este? ¿Por qué se reúne ahí? ¿Qué se supone que pasa? Difícil de responder.

La cinta avanza a destellos hacia la redada de narcóticos en la que Serpico recibe un disparo en el rostro ante la pasividad, denunciada por Serpico, de sus compañeros. El guión prefiere suavizar la estancia de Serpico en el hospital, así como su diagnóstico, pues durante semanas se temía por las consecuencias de ese líquido que brotaba sin descanso de su oído izquierdo y que procedía de la base del cerebro (en la película solo vemos el detalle de una gasa sucia sobre su hombro cuando se le hace entrega de una placa dorada de detective a la que renuncia). Igual trato recibe la cuestión de las postales que Serpico recibía durante su convalecencia, de esas típicas con un “ponte bien” impreso, pero cuyo mensaje positivo había sido sustituido por frases anónimas menos cariñosas. 

Y como toda película de la época, se ve incapaz de hacer creer al espectador que pasan los años (más de diez), a través de una correcta ambientación y vestuario (demasiado anclada en los primeros años 1970).

Con todos estos palos que he ido dando considerareis que no me ha gustado «Serpico». Por Dios, si sale Al Pacino, ¡¿cómo no me va a gustar?! Además, éste se amolda a la perfección al papel de un hombre enfrentado a la impotencia más sorda a la hora de desvelar un escándalo que transfiguró la faz de la Policía de Nueva York.  

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