Guardia de literatura: reseña a «Moby Dick», de Herman Melville


Debolsillo
2010
ISBN: 978-8499086552
688 páginas

Este libro parece ser una especie de exorcismo personal de Melville; una necesidad de centrar todos sus males en las figuras de Moby Dick y Ahab, dejando vivo al narrador, a Ismael, a su juventud

Pocos habrá que no hayan oído hablar alguna vez de la Ballena Blanca, de un cachalote dotado de una inteligencia y una malignidad que lo empujan a enfrentarse de la forma más brutal a un enemigo que es legión: los balleneros de todo el mundo. Pocos habrá que no hayan oído hablar también del capitán Ahab, un hombre carcomido por el deseo de venganza hacia ese ser de la Naturaleza que osa enfrentarse a la creación superior de Dios y que le ha privado de una pierna.

Podemos decir que es uno de los primeros ejemplos literarios que retratan el enfrentamiento crudo del hombre con la Naturaleza; también de una particular lectura de la mitología relacionada con estos extraordinarios animales, que son los balénidos.

Aunque es la obra más recordada de Herman Melville, al momento de su publicación (constando de tres volúmenes), provocó más desánimo y críticas negativas que rédito editorial; solo fue, una vez fallecido el autor, cuando fue recuperada y reivindicada. Decir aquí que Melville había alcanzado la fama con sus dos primeros escritos, en los que adereza su experiencia real como marinero en el Pacífico, amotinado y prisionero de caníbales, con un estilo novelesco y de aventuras.  «Moby Dick» será la obra de cuando Melville ya flaqueaba antes las casas de edición, un ejemplo muy extraño en el que el autor irá dando bandazos entre géneros literarios. 

El alter ego de Melville es el mismo narrador, Ismael, quien también fue maestro de escuela y sintió una poderosa atracción por la mar y la navegación en barcos mercantes y balleneros. También es Ahab, un desequilibrado de trato difícil, como lo era Melville dentro de su hogar; pero Ahab aquí es un personaje, como lo son en menor medida los primeros oficiales del Pequod, los señores Starbuck, Stubbs y Flask, y tras ellos toda la tripulación, desde el aguerrido Queequeg al pobre Pip, girando todo en torno a la funesta amenaza de la ballena blanca.

Lo primero que causa confusión en el lector es el instante en el que Ismael y Queequeg, un aborigen de las islas del Pacífico con el que el primero traba amistad en Nantucket, suben a bordo del Pequod (diría que una vez superada la primera cincuentena de capítulos), y comienza el crucero que, durante un par de años, los llevará por todo los mares a la caza de ballenas y la obtención de barriles de aceite extraído de su grasa. En ese instante, lo que se podría considerar como un libro que adapta las vivencias de Melville, como ya lo hicieran otros anteriores, salta de género en género: encontramos capítulos configurados como teatro, con su propio dramatis personae y con líneas de diálogo; encontramos textos que cuadran a la perfección con artículos de revistas de interés general, con soflamas en defensa de la industria ballenera y una explicación pormenorizada de la caza y procesamiento de los cachalotes (sin prescindir de detalle), así como otros de carácter zoológico; encontramos cuentos y leyendas, con alguna anécdota; encontramos hasta épica al más puro estilo clásico de la «Odisea» o la Eneida, sobre todo en las conversaciones de Ahab en los últimos capítulos.

Sin duda, Melville sabía de lo que escribía y lo hacía con una indiscutible belleza. Es un libro con el que el lector se ha de armar de un buen diccionario, no solo por la terminología náutica, si tiene la suerte de tomar una edición con una traducción antigua. Más de cien veces tuve que echar mano de tan letrado escudero. Obviamente, «Moby Dick» es un libro complicado de leer por todo lo referido más arriba: Melville ya recurrió a esta técnica ecléctica con «Redburn», pero confunde a quien lo lee, más si cabe cuando se acostumbra a un estilo inicial y, luego, hace guiñadas hacia lo que le da la gana. Suena casi más a una especie de exorcismo personal de Melville, una necesidad de centrar todos sus males en las figuras de Moby Dick y Ahab, dejando vivo al narrador, a Ismael, a su juventud.


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