Guardia de cine: reseña a «El cristal oscuro»
El desarrollo de la cinta, con altibajos y una lentitud memorable, nos lleva a lo largo de paisajes y escenarios laboriosos propios de una producción titánica y muy costosa
Ésta es una de esas películas cuyo título siempre ha permanecido en el recuerdo de aquellos que hollamos con mejor o menor conciencia la década de 1980. Un título de fantasía a cargo de Jim Henson (el responsable directo de «Barrio Sésamo»), y Frank Oz (quien dio vida a Yoda, entre otros), que, muy de vez en cuando, se llegó a emitir en abierto en la televisión, ya sea pública y privada, y que, al contrario de otras más reconocibles y visionadas («Dentro del laberinto», por ejemplo), muchos hemos tardado años en poder admirar y adentrarnos en el particular y exótico mundo creado por estos dos genios de los títeres.
Al contrario de lo que ciertos lumbreras aseguraron en su día, calificándola como de película infantil, esta fantasía oscura dista mucho de ser plato de gusto para niños de corta edad acostumbrados a las evoluciones de Coco o a las cuentas del conde Draco. El aspecto espinoso y de rapiña de los skekses podría provocar el orín descontrolado del mocoso más aguerrido. Por no decir que su trama, aunque típica de lucha entre el bien y el mal, con un héroe que se ve en el centro de la borrasca sin comerlo ni beberlo, exige unos ojos más adultos para comprender que la luz necesita a la oscuridad y viceversa.
El argumento nos traslada al planeta alienígena de Thra, donde una raza de seres llamados urskeks vivía en paz hasta que uno de sus miembros osó (por lo que se ve), a atacar el Cristal de la Verdad, haciendo que perdiera el famoso fragmento del que no se deja de hablar en todo el metraje. Desde entonces, dicha raza se divide en dos: los místicos, unos afables seres que viven alejados de todo y de todos, y los skekses, ponzoñosos y horribles buitres carcomidos por la maldad. No resulta sorprendente que formen un todo, aunque dividido ante lo que es el Cristal Oscuro, a la espera de si se cumple o no la profecía de que, mil años después, un elfo gelfling restaurará el equilibrio.
Los skekses, temerosos de su fin (aunque sea a largo plazo), no tendrán otra meta que exterminar a todos los gelflings para que la profecía quede en papel mojado. Sin embargo, los místicos lograrán salvar al huérfano Jen y criarlo para una misión para la que no parece estar en ningún momento muy preparado: encontrar el fragmento de cristal y reunirlo con la matriz cuando los tres soles se alineen en el cielo alienígena.
El tiempo de la profecía llegará y Jen, ante su agonizante maestro, jurará cumplir con la última orden, aunque no lo tenga nada claro y necesite de la ayuda que le brindarán un par de personajes providenciales, como son la bruja Aughra y la huérfana Kira, también de la raza gelfling.
El desarrollo de la cinta, con altibajos y una lentitud memorable, nos lleva a lo largo de paisajes y escenarios laboriosos propios de una producción titánica y muy costosa, plagada de extrañísimos seres vivos movidos por hilos que no dejarán de turbarnos, privando al espectador de un asiento conocido.
Cinco años de trabajo y veinticinco millones de dólares de presupuesto cristalizaron en un título de culto por su innovación técnica; un abrumador éxito de taquilla en su día que llegó hasta a interesar, en tiempos recientes, a las nuevas plataformas digitales para producir series precuela, sin que el proyecto acabara llegando a buen puerto.
Mi sincera y final opinión es que, tras años de estar detrás de esta película, en los que me apuntaba el título pero luego lo olvidaba, no creo haya sabido apreciarla debidamente, pero me ha parecido muy lenta, muy extraña y con unos puntos adultos mezclados con otros demasiado infantiles, sin término medio.
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