Guardia de cine: reseña a «Gattaca»
La lectura final que se puede extraer de «Gattaca» es que ningún código genético, ninguna ideología, ninguna sociedad, absolutamente nadie puede decirnos qué ser o dejar de ser
Las distopías se visten de muchas formas, casi todas ellas con telas tintadas por la política más extrema aupadas tras todo tipo de desastres naturales o humanos. También la misma evolución de nuestra especie puede ser un buen color para trazar un futuro turbador y desalentador, de un pulcrísimo gris; ese salto a la siguiente etapa que solo se puede comprender a través de implantes electrónicos en nuestros cuerpos o de la selección y alteración genética de embriones, aplicando las teorías eugenésicas en los laboratorios.
Esta última dirección es la que toma «Gattaca», una inquietante distopía transhumanista estrenada a finales de la década de 1990, y que se desarrolla en un mundo futuro en el que la discriminación y el control no serán raciales, sino genéticas. El propio protagonista, Vincent Anton Freeman (ojo al detalle del nombre: vencedor, valiente y hombre libre), comienza su narración en off compartiendo su sorprendente secreto: sus padres decidieron concebirlo de forma natural en vez de delegar en el buen hacer de un genetista que reuniera lo mejor de ambos progenitores, desechando la porquería y, de paso, ofreciendo un menú a la carta para convertir a su futuro vástago en un superhombre como el ideado por Nietzsche y perseguido por los nazis, entre otros. Vincent nacerá con problemas cardíacos y otros más comunes a aquellos que no han sido “seleccionados”, tales como la miopía o un crecimiento más lento y normal, además de tener una esperanza de vida más corta.
Repudiado de facto por su padre al nacer, la pareja no tardará en encargar un nuevo hijo, “válido” esta vez, al que llamarán Anton Freeman. Vincent crecerá en un ambiente frío y hostil, a la sombra de su mejorado hermano menor; y crece con la intención de rebelarse a su condición de paria que todos no dejan de recordarle, sobre todo dentro de su casa, donde no se ve con buenos ojos el empeño e interés del niño por los estudios de la carrera espacial. Vincent ha de asumir su posición social y vivir humillado por cuanto no puede escapar del control de identidad genética a la que ha sucumbido la sociedad, donde cualquiera, sin necesidad de ser policía, puede recoger cabellos, piel seca, uñas, etc., y encargar un examen; un mundo en el que la identificación y la distinción entre válidos y no válidos es una cuestión de seguridad.
El sueño de Vincent de participar de la conquista espacial debería haber llegado a punto final con su empleo como limpiador de las instalaciones de Gattaca, el centro de formación de astronautas que cuenta con un programa que le permite lanzar varias naves cada día. Pero Vincent no se rinde y con la ayuda de un oscuro personaje se convierte en lo que comúnmente se llama un “escalón intermedio”, un degenerado, un no válido que burla al sistema contratando el cuerpo de un miembro de la élite caído en desgracia, como es Jerome Eugene Morrow, un hombre perfecto cuyos únicos problemas son la apatía y el haber quedado parapléjico al fallar en su intento de suicidio (mucha atención al detalle de Jerome y su medalla de plata). Vincent se transformará en Jerome a través de un proceso largo y complejo, que incluye muestras diarias de sangre, orina y cabello para pasar los exámenes de Gattaca; una limpieza exfoliante concienzuda; tintes, lentillas correctoras y hasta una operación de alargamiento de cinco centímetros para que Vincent alcance la misma altura de Jerome.
Vincent acabará siendo un astronauta muy prometedor, cuya misión a la luna de Titán es un hecho si es que el director no deja de ponerle trabas y alguien hará callar al tipo a golpes de teclado de ordenador. ¿Quién ha sido? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Es para ayudar a Vincent? Vincent no lo ha hecho, eso lo sabemos, aunque en su ficha se lo tache de tendente a la violencia y, tras el brutal asesinato, todas las pistas dirijan a los sabuesos de la policía hacia su persona, un no válido que aparece en los registros como un ex empleado de la limpieza que hacía años que había desaparecido. ¿Qué pinta en Gattaca una pestaña suya después de tanto tiempo? Al frente del operativo estará Anton, el hermano menor de Vincent, quien dudará siquiera que su hermano pueda estar circulando por los pasillos de Gattaca, cayendo el inspector en un extraño juego que va desde la perplejidad al encubrimiento, para terminar en una persecución en post de la verdad.
Con el crimen se pretende dar pie a una subtrama de suspense, pero dista mucho de tener un tratamiento y una resolución satisfactorios. Diría que sirve únicamente para dilatar el metraje y dar unos puntos de tensión ante la inminencia de que la policía descubra quién se esconde en verdad tras el mejor astronauta de Gattaca; pero se resuelve de una forma atropellada, tan solo por una gotita de saliva sobre el rostro del fiambre, como un truco de magia malo. Tampoco esta subtrama habría sido necesaria para que surgiera la relación entre Vincent e Irene, personaje este último al que se le podría haber sacado más jugo; pero es obvio que sin la intervención policial, la película habría sido un absoluto aburrimiento.
El principal atractivo con el que cuenta «Gattaca» es su regusto amargo de ciencia ficción de mediados del s. XX, así como la intimidad personal y la falta total de efectos especiales; no hay fantasía, por lo que se permite al espectador sentir una mayor intranquilidad: la cinta y el argumento le resultarán más cercanos en el tiempo, magnificando su agobiante atmósfera de obsesivo control genético.
La lectura final que se puede extraer de «Gattaca» es que ningún código genético, ninguna ideología, ninguna sociedad, absolutamente nadie puede decirnos qué ser o dejar de ser; nadie puede torcer la voluntad de aquel que esté dispuesto a sacrificarlo todo, a dar lo mejor de sí para alcanzar una meta muy alta.
A pesar de ser un hombre genéticamente mejorado, Anton, agotado y a punto de desfallecer entre las olas de un mar picado, como ya sucediera en el pasado, le preguntó a su hermano Vincent.
—¿Cómo lo consigues?
—¡No dejándome nada para la vuelta! —le contestó Vincent nadando aún con más fuerza, alejándose todo lo posible de la orilla.
La apuesta de Vincent es alta, muy alta.
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