Guardia de literatura: reseña a «Harry Potter y la piedra filosofal», de J. K. Rowling

Título original: «Harry Potter and
Philosopher's Stone»
Traducción: Alicia Dellepiane
PUBLICACIONES Y EDICIONES
SALAMANDRA SA, Mallorca
25ª edición: mayo de 2001
ISBN: 84-7888-445-9
254 páginas
Rowling abre un agujero en el muro de nuestra férrea realidad hacia un mundo exótico y vibrante; sí, de buenos y malos muy marcados y arquetípicos, pero donde todos somos bienvenidos

Un andén 9 y ¾ en King’s Cross, varitas prestas a realizar encantamientos o transformaciones singulares, calderos para destilar sorprendentes pociones y duendes celosos de los tesoros que custodian en las profundidades de Gringotts, artefactos antiguos de madera y bronce bruñido que brillan en sus estanterías, secretos comunicados a susurros y un mundo aparte a los de los simples muggles… ¿A quién no le gusta el universo creado por J. K. Rowling al calorcito de la estufa de una cafetería durante una época pasada de grandes estrecheces económicas? ¿A quién, que aún conserve una chispa de aquello que nos aferra a la infancia, no querría ser un mago y vivir en la Madriguera o perderse por el callejón Diagon? ¿A quién no le gustaría sustituir el soso diploma de Bachillerato por otro más respetable, firmado por el director de Hogwarts?

Es indudable que Rowling tuvo la fortuna de publicar en una época en la que los niños comenzaban a carecer de referencias potentes y vigentes. Si en vez de crear al joven Potter a mediados de la década de 1990 lo hubiera hecho poco antes, cuando Ende y Dahl, entre otros, estaban en plena forma, no habría llegado a entrever el éxito editorial, con independencia de lo agradable que es la narrativa de esta autora (que es por donde quiero empezar con mi pequeña disertación).

Leída la novela «Harry Potter y la piedra filosofal» a mis 38 años, durante los iniciales compases me sentí transportado a la niñez. Hacía muchísimo tiempo que no me encontraba ante una presentación semejante, que tanto me recordó a esos autores ya mencionados. Sentí una calidez tan reconfortante que supe, desde el primer minuto, que la historia no me iba a defraudar, dando lo mismo que la hubiera visionado en infinidad de ocasiones por medio del reproductor de DVD. Ese capítulo inicial describe a los Dursley de una forma tan perfecta y perversa que supera a la película con creces, pero lo hace con una palpable aura de cuento universal y no teniendo a un público infantil como único y potencial destinatario, de ahí que el universo de Rowling tenga tantas facetas y seguidores. Quizá la autora lo haya enjoyado y hasta plagiado, pero el resultado es un billete de ida, impreso en oro, hacia la infancia olvidada, a ese plano positivo que me envolvía durante las lejanas tardes en las que me sentaba ante las páginas de «La historia interminable».

Subidos al tren, ya vestidos con la capa de la que no nos desembarazaremos hasta el inicio de las vacaciones de verano, sondeamos los episodios que fueron bastante bien llevados al cine, pero disfrutando más de esos matices propios de la novela, de los recovecos que la producción no quiso o no pudo alcanzar. Siempre he sido muy curioso y dar con esos pasajes fue mi dulce favorito durante la lectura; era como transitar por un camino viejo en el que aún se encuentran sorpresas, como la descripción de los días posteriores a la desaparición de Voldemort, con magos demasiado entusiasmados mostrándose ante los muggles (para pavor de tío Vernon) o cuando Ron y Neville se lían a puñetazo limpio con Draco y sus secuaces bajo las gradas del estadio.

La pega que le encuentro solo se debe a un defecto solo achacable a mí: cuando leo un libro siempre echo en falta una referencia física fija de personajes y lugares, lo cual suplo cogiendo “prestados” rostros y paisajes conocidos, pero ésta vez me tuve que forzar para evitar lo ya visto, incluso a los aún niños Daniel Radcliffe, Rupert Grint y Emma Watson, adaptándolos a las descripciones literarias y literales, lo cual resultó ser un ejercicio, en ocasiones, engorroso.

Y ya que he mentado al personaje de Emma Watson, a Hermione Granger, me resultó chocante la evolución del mismo con el paso de los capítulos, pues comienza como un secundario más, a la altura de Neville Longbotton, llegando Rowling a mostrar hacia la chica no poca antipatía (como cuando se refiere a Hermione como una sabelotodo que se dedica a perder el tiempo buscando tontas e inútiles referencias en los libros). Harry Potter, como actor principal, y Ron Weasley, como fiel escudero o Samsagaz Gamyi, se configuran como una pareja fija, hasta que Rowling se da cuenta de que el trance al que va a someter a estos dos pipiolos es demasiado y necesita echarles una mano, para lo que recurre a Hermione, quien pasa de ser una referencia o interrupción anecdótica a ser uña y carne de los muchachos, quienes ni son buenos estudiantes ni perfectos.

El libro, cortito, abre un agujero en el muro de nuestra férrea realidad hacia un mundo exótico y vibrante; sí, de buenos y malos muy marcados y arquetípicos, pero donde todos somos bienvenidos, donde los adultos podemos recuperar sensaciones que creíamos exiliadas o enterradas bajo capas de polvo y arrugas.

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