Guardia de cine: reseña a «Parásitos»
Título original: «Gisaengchung». 2019. 132 min. Corea del Sur. Dirección: Bong Joon-ho. Guión: Bong Joon-ho, Jin Won Han. Reparto: Song Kang-ho, Lee Seon-gyun, Jang Hye-jin, Cho Yeo-jeong, Choi Woo-sik, Park So-dam, Park Seo-joon, Lee Jeong-eun, Park Keun-rok, Hyun Seung-Min, Andreas Fronk, Park Myeong-hoon, Jung Hyun-jun
Un mensaje de separación invisible entre clases y una realidad desesperada que expone una moraleja muy oriental
Resulta duro vivir en un semisótano, cuyas únicas vistas dan a un inmundo callejón donde se acumula la podredumbre entre los contenedores que se han convertido en el mingitorio favorito de un vulgar y contumaz borracho. Resulta duro mantener una vida digna con todos los miembros de la familia en paro y, más, cuando tu única habilidad es la de ser un sinvergüenza sin escrúpulos en un hervidero como Seúl.
Así es como se podría resumir los cinco primeros minutos de «Parásitos», la película con la que muchos han descubierto de sopetón el muy desconocido cine coreano, que cuenta con títulos que no dejarán indiferente a nadie. Por suerte, yo ya hoyaba estas tierras del Lejano Oriente y no he acudido a su llamada movido por un superficial canto de sirena. No sé si el argumento vale todos los premios recibidos, pero, sin dar mi brazo a torcer, manifiesto que es una película cuanto menos sobrecogedora.
Cuando Kim Ki-woo tiene la oportunidad, caída del cielo, de sustituir a un amigo de toda la vida para impartir clases particulares a una adolescente perteneciente a una muy acomodada familia de la ciudad, los Park, comienza una particular comedia de pícaros o parásitos en plena invasión de un cuerpo sano. Asentado Ki-woo como tutor, le seguirá la hermana, Ki Jung, como profesora de dibujo y terapeuta del hijo menor de la pudiente pareja; luego, con un sutil despliegue y ejecución del arte de la conspiración, seguirán engañando a la ingenua señora de la casa para que despida al chófer y al ama de llaves, siendo debidamente reemplazados por Ki Taek y Chung Sook, los padres de Ki-woo y Ki Jung, todos ellos asumiendo el rol de una identidad falsa, tratándose entre las paredes de la casa de los Park como unos auténticos desconocidos. Sin embargo, no todo sale según el plan, pues, como bien dice Ki Taek, siempre sucede algo que lo tuerce. El juego de la familia Kim llega a tal punto que ésta se verá impotente ante el giro radical que sufre el argumento mediada la proyección, y es que ni el más avispado de entre los espectadores podría llegar a anticiparse a lo que sucedía en ese otro sótano.
Como en ciertas obras de Woody Allen, se efectúa un traumático trasbordo: de una comedia abierta y cínica a una tragedia incómoda.
Lo que destacaría de esta película es el mensaje de separación invisible entre clases que llega a obsesionar a Ki Taek y que lo une a él y a su familia con ese misterioso secreto oculto que pondrá en jaque sus aspiraciones de mejorar chupando la sangre a los ricos Park. El olor como a rábano picante, como trata de explicar Nathan Park; ese olor a pobreza que comparten aquellos que han de viajar en metro, por ejemplo —no como él, que lo hace en una lujosa berlina con un chófer que ha nacido para servirle, como el resto de los desconocidos que han entrado en su vida—, será otro engranaje para la traca final. Ki Taek se percata, junto a su hijo (aunque en otro momento), que es un ser ridículo e insignificante al lado de los Park, a pesar de la cercanía que sus jefes muestran por él (cercanía hueca y falsa que se resquebraja y se arruina ante el gesto de taparse la nariz). Haga lo que haga, está condenado a vivir en un sótano que se inundará con la próxima tormenta de lluvias monzónicas, llegando las aguas fecales a salir a borbotones por el inodoro.
Como un cuento en el que primero nos hemos comido lo dulce y nos han reservado lo agrio para el final, parece que «Parásitos» quiere mostrar esa realidad desesperada, pero también exponernos una moraleja muy oriental: solo se obtendrá el éxito a través del trabajo, tal y como se puede extraer de la carta que Ki-woo escribe a su padre y que traza un plan que pasa por estudiar en la universidad, casarse, ganar fortuna y, al final… No os voy a contar el final, ¿verdad?
El sueño se transforma en una grotesca pesadilla de largos pasillos que conforman un laberinto gris y humano, que penetra en la mente del espectador como un apuñalamiento en el corazón, porque ahí mismo es donde residen los sentimientos, los defectos y las virtudes.
Es una película extraña e inquietante, no tanto como otras que he visto e importadas desde Corea del Sur, pero que aspira a filtrarse hasta lo más hondo de nuestro ser, cosa que creo que lo consigue con notable éxito. Una película con la que nos congratulamos que muchos occidentales se tomen la molestia de asomarse a una ventana que ofrece una panorámica a diez mil kilómetros de distancia.
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