Guardia de televisión: reseña a «Chernobyl»
Título original: «Chernobyl». 2019. Capítulos de 60 minutos. EEUU. Dirección: Craig Mazin (Creador), Johan Renck. Guion: Craig Mazin. Reparto: Jared Harris, Stellan Skarsgard, Emily Watson, Paul Ritter, Jessie Buckley, Robert Emms, Adam Nagaitis, Sam Troughton, Adrian Rawlins, Con O'Neill, Joshua Leese, Ross Armstrong, Philip Barrantini, James Cosmo, Karl Davies, David Dencik, Caoilfhionn Dunne, Fares Fares, Alex Ferns, Peter Guinness, Ralph Ineson, Mark Lewis Jones, Gerard Kearns, Barry Keoghan, James Kermack, Hilton McRae, Diarmaid Murtagh, Kieran O'Brien, Ian Pirie, William Postlethwaite, Lucy Russell, Michael Shaeffer, Jay Simpson, Jamie Sives, Michael Socha, Lucy Speed, Laurence Spellman, Sam Strike, Joe Tucker, Sakalas Uzdavinys, Laura Elphinstone
Una serie con la que debemos aprender no solo Historia, sino a analizar nuestros actos y las consecuencias que se deriven de los mismos para nosotros y para los demás, así como la asunción valiente de la responsabilidad y la verdad
Muchos crecíamos de forma despreocupada durante aquel 1986 (yo tenía cinco años), y aún guardamos, en la parte inferior de las librerías que ocupan nuestros salones, vetustos y gruesos volúmenes enciclopédicos con los que descubríamos el mundo, movidos por una curiosidad que solo el paso de las páginas podía saciar. Era algo cercano a la adicción; algo difícil de describir en toda su esencia con un lenguaje tan limitado como el mío; algo imposible de repetir en una época como la actual, donde la saturación de información ahoga la Inteligencia.
En mi casa seguimos atesorando un par de tomos de Historia editados por Plaza & Janés, que fueron regalos de cumpleaños, en aquella, para mi hermana (sí, siempre fue un tanto particular la pobre): «La crónica de la Humanidad» y «La crónica de España». Ejemplares que hay que consultar con el apoyo de una mesa o de Atlas, que despliegan la cronología humana y nacional de forma sintética por medio de columnas que recuerdan a artículos periodísticos. A decir verdad, su maquetación es más propia de un rotativo que de una obra de consulta al uso.
Como punto final a «La crónica de la Humanidad», por su año de publicación, se estampó una fotografía aérea, tomada desde un helicóptero, de los restos del edificio donde estaba el reactor nº 4 de la planta de Chernóbil. Es una imagen simple y cruda, sin ninguna poética. Solo es la boca del infierno. Recuerdo que me detenía poco en aquellos años marcados a imprenta, pero la instantánea tenía su aquel. Quizá mi imberbe cerebro llegaba a comprender, a un nivel básico, la magnitud de lo sucedido. Quizá hasta tragase saliva.
Los años han pasado como una especie de bálsamo. Pripyat es una ciudad fantasma recuperada por una Naturaleza radioactiva y vibrante, donde podemos recrearnos a distancia ante las ruinas modernas, o in situ si estamos sobrados de arrestos o de estupidez, según se mire. Mas aún por culpa de esta miniserie de cinco capítulos de la HBO que hizo que algunos dejen de dar la vara con la dichosa «Juego de Tronos» (¿ya se acuerda alguien de ella?).
Sobre los eventos que llevaron al desastre y lo que sucedió durante los días, semanas y meses posteriores apenas sabemos nada salvo lo poco que ha visto la luz gracias al esfuerzo de aquellos que se han empeñado en exponer la verdad y los detalles del desastre a través de contados trabajos. Y puede que «Chernobyl» sea la obra más impactante de todas, superando monografías y reportajes documentales, trasladando a los espectadores al mismo punto donde pudo comenzar el fin del mundo, con una versión de los hechos que ya fue negada (cómo no) por la actual Administración Putin, prometiendo dar la réplica a la HBO con su verdad.
Desconozco si la ficción del guión de la miniserie ha llegado a tales puntos, pero en Moscú siguen pululando la misma calaña política y burocrática que en 1986, no los mismos nombres, pero sí las mismas ideas, porque, de otro modo, no se explican hechos como la pérdida del submarino Kursk y su tripulación: todo por no reconocer la crisis, por miedo a soportar la responsabilidad o perder el puesto por supina incompetencia, por la arrogancia que se alimenta de la falsa infalibilidad. Como si en la administración rusa (y en ninguna otra, solo tenemos que vernos el ombligo con esto del COVID-19) no supieran que rectificar es de sabios y que el Estado puede equivocarse y que, cuando lo hace, ha de corregirse. No quiero entrar en valoraciones más profundas, no vaya a ser que abra la caja de los truenos y los trolls me tomen como centro de su creatividad lingüística como ya me sucedió al publicar un artículo sobre el SVV Ural. Y lo hago también no por falta de ganas, sino por ahorrar y ahorraros tiempo con esta reseña.
«Chernobyl» da comienzo con Valery Legásov grabando, en la cocina de su casa, una serie de cintas de casete, registrando todos los detalles de lo que ocurrió y descubrió con relación al estallido del reactor nº 4 durante una supuesta prueba rutinaria de seguridad. Esas cintas son un documento histórico que pudo hacer llegar a la comunidad científica de su país y que alcanzó un poderoso eco tras su suicidio.
El reloj retrocede hasta el 26 de Abril de 1986, hasta Pripyat. Parecía que iba a ser una noche como otra cualquiera, hasta que una potente explosión sacude la planta nuclear y comienza a escupir radiación sobre la cercana población, hechos que son negados de forma tajante por los estúpidos que estaban al frente de la central, confiados en la inquebrantabilidad de su pedestal de cristal, de su autoridad emanada directamente del Partido.
El cúmulo de errores será expuesto de forma dura y contundente durante el último capítulo, que puede ser lo más terrible, quizá más que las emanaciones mortales del escape de radiación, siendo que los máximos responsables fueron condenados a penas demasiado ligeras.
La narración se sujeta del mismo cuello de Legásov y su lucha contra el desastre nuclear y la cerrazón política, asegurada por la ciega burocracia y algunos científicos mudos ante el terror que les causaba las maquinaciones del Estado y su autoproclamada bondad sin tacha; pero una cosa son las mentiras piadosas para que terceros no sufran y otra son las mentiras que nos ponen en peligro. El estado soviético, en su teórica concepción de protección del pueblo, tenía que salvaguardar a sus ciudadanos como una madre hace con sus hijos; si es necesario hacerlo con mentiras, se miente, como cuando ésta retira comida de su plato y se la da a sus hijos para que coman más bajo la falsa afirmación de que no tiene hambre. Eso es una buena y sacrificada madre, pero justo lo contrario es aquella que se olvida del bienestar de su prole.
El problema que se descubrió en el excesivo sistema burocrático soviético es que entre tanto punto blanco, millones de ellos, unas decenas o centenares de puntos negros no debían notarse, mostrando una especial desidia ante el envenenamiento por ineptitud y xenón que sufría el reactor.
Es terrible la aseveración de que se conocía el peligro que suponía activar el botón de emergencia AZ5 y se ocultara deliberadamente, con lo fácil que hubiera sido aceptar el error en su momento y haber acometido las reformas con cierto maquillaje y ahorrado tanto sufrimiento. No habría costado nada, pero bien sabemos que a ciertos dirigentes siempre les ha debido sobrar población.
Valery Legásov es el paradigma del hombre honesto, aunque eso no le libere de las dudas y del miedo a enfrentarse al Estado, peligroso cuando es un animal herido. Se enfrentará a la ceguera de los políticos al mando, convencidos de que la “cosa no es tan grave”, hasta que se gana el respeto y amistad de Boris Shcherbina y, junto con el apoyo de su equipo de investigadores (reducido en la miniserie para la ficción a Ulana Khomyik) será responsable de que se expongan los hechos, aunque sea en una farsa de juicio en el que nadie ha de salir del guión marcado.
De la vía que se traza con Legásov van saliendo distintos ramales, como la historia del bombero Vasily Ignatenko y su esposa Lyudmilla, los mineros del carbón, los tres buzos que vaciarán los tanques de agua, los liquidadores o los aniquiladores de animales, pero apenas tienen desarrollo; incluso llegan a configurarse como callejones sin salida en el loable intento del guión de no dejarse a nadie atrás, por muy anónimos que fueran. Apenas llegan a nada por culpa de la corta duración de la miniserie donde la sensación de impotencia y estupor es constante en el espectador, potenciado por el turbador acompañamiento musical y el crepitar de los contadores Geiger a punto de explotar.
El trío protagonista ofrece una interpretación de lujo que es rubricada por una ambientación que nos arrastra hasta el pie mismo de los restos del reactor, a las salas donde se toman las decisiones, a las habitaciones donde la gente moría quemada por la radiación.
La tensión nos hará cuestionarnos cómo algo tan grave pudiera ser fruto de una cadena de errores y negligencias cuasinfantiles, sobre todo por parte de un director que en vez de encargarse de un reactor nuclear creyera estar montado en una especie de triciclo y se comportara como un matón de barrio. Una serie con la que debemos aprender no solo Historia, sino a analizar nuestros actos y las consecuencias que se deriven de los mismos para nosotros y para los demás, así como la asunción valiente de la responsabilidad y la verdad.
Post a Comment