Guardia de cine: reseña a «Grand Prix»

Título original: «Grand Prix». 1966. 176 min. EEUU. Dirección: John Frankenheimer. Guión Robert Alan Aurthur, basándose en su propia obra. Reparto: James Garner, Eva Marie Saint, Yves Montand, Toshirô Mifune, Brian Bedford, Jessica Walter, Antonio Sabato, Françoise Hardy, Adolfo Celi, Claude Dauphin, Enzo Fiermonte, Geneviève Page, Jack Watson, Donald O'Brien, Jean Michaud, Albert Rémy, Rachel Kempson, Ralph Michael, Alan Fordney, Anthony Marsh, Phil Hill, Graham Hill, Bernard Cahier

La historia saca a relucir las virtudes y defectos del deporte del automovilismo y sus practicantes. Es una declaración de amor hacia éste, pero también un grito desesperado y acusador contra todo lo negativo que esta forma de entretener despierta en aquellos más entregados a los más bajos instintos

La alta tecnificación a la que hemos llegado en el deporte apenas permite que éste despierte en nuestras entrañas ese hálito rebelde y suicida que siempre acompañó al automovilismo y, por ser el rey, la Fórmula 1. Eso es lo que opino y siento. A pesar de lo positivo que ha traído el desarrollo de la ingeniería, pues la muerte de un piloto en la pista pasa a ser algo muy excepcional, se ha vaciado al deporte de contenido, siendo más estúpido que nunca eso de estar dando vueltas a un circuito por solo arañar décimas de segundo al cronómetro. Ya no existe esa relación simbiótica y vital entre piloto y máquina; el hombre es un deportista de élite rodeado de procesadores de datos, componentes electrónicos y un potente motor rugiendo a la espalda. Se ha perdido la esencia y la emoción del peligro que nuestro morboso interior anhela vivir para huir del tedio. Se ha perdido la soledad del pilotaje y la incertidumbre que la acompaña.

Parte de culpa la tienen los propios pilotos actuales, esos mismos que ya he referido como deportistas de élite, pero que reacuño de forma más acertada como insustanciales de élite, sin carisma alguna. No queda ni la sombra de aquellos playboys, de aquellos caballeros, de aquellos príncipes y mendigos, pues el mundo al que pertenecían ya no existe. Ya no existen los nihilistas que se ponían al volante tras protagonizar escándalos ante los paparazzi, no son héroes deseados por las mujeres y envidiados por los hombres por la potencia de su imagen, aún con el casco puesto.

Ni todo el circo de los últimos años reunido podría encenderle el cigarrillo a James Hunt.

Quizá la culpa sea de todos.

Por eso miro al Pasado con una nostalgia casi ridícula pues no lo he vivido. Pero me resulta tan excitante…

Una de las ventanas a las que uno se puede asomar es la de «Grand Prix», de Frankenheimer, una película filmada y estrenada en los años en los que la F1 golpeaba con fuerza, desde la televisión pública europea hasta la revista Playboy; cuando disfrutaba de una época dorada que se extendería durante más de diez años y que algunos han bautizado (con acierto) como los “deadly years”, gracias a una cohorte de pilotos singulares, de estrellas fugaces únicas. Muchos murieron en aparatosos accidentes en una curva fatal, otros llegaron a viejos, pero todos dejaron una huella imperecedera por mucho que sus registros se hayan batido hoy día unas mil veces. Sus nombres permanecen.

La F1 atraía miradas. Era el súmmum del glamur; era el Mónaco de Grace Kelly; era la resurrección de los aurigas romanos.

«Grand Prix» nos invita al mundo de las carreras siguiendo la estela de cuatro hombres al volante de sus bólidos, pertenecientes a escuderías reales para las que no se cambió sus nomenclaturas: Ferrari es Ferrari, BRM es BRM, etc. Peter Aron (encarnado por James Garner) podría situarse como protagonista en la parrilla, pero no lo es, pues estamos ante una película coral, siendo este personaje un piloto que pierde la confianza de BRM al provocar un terrible accidente en el que su compañero, Scott Stoddard (encarnado por Brian Bedford, guardando un poco sutil paralelismo con el real Jackie Stewart), sale muy mal parado. Una confrontación entre estos dos compañeros y rivales que va mucho más allá de la pista por culpa de Pat (Jessica Walter), la bella y en apariencia distante esposa de Stoddard, quien, harta de sufrir con cada jornada de gran premio, lo abandona el mismo día en el que es ingresado de urgencia e inicia una extraña relación con Aron: su inicial fricción de caracteres termina en una amistad que los llevará a compartir lecho durante una única noche.

Contra todo pronóstico, el triángulo Stoddard/Pat/Aron se resolverá en el circuito, regresando Stoddard a la competición a base de fuertes analgésicos, pero luchando con Aron por el título de campeón del mundial.

Tras su despido y un brevísimo paso por la cabina de comentaristas, Aron es fichado por Yamura (Toshiro Mifune), un constructor japonés de bólidos con quien el piloto mantendrá conversaciones muy interesantes, cargadas de la psicología y profundidad. Aron es el campeón que la escudería Yamura (¿Honda quizá?) necesita para, tras dos años infructuosos en la F1, logre su primer título en el mundial de constructores

Una suposición errada nos llevaría a considerar que los otros dos pilotos cuyas vidas son retratadas en «Grand Prix» están un escalón por debajo de Aron y Stoddard. Estos hombres son los dos rostros visibles de Ferrari: Jean Pierre Sarti y Nino Barlini, quienes no mantienen otro enfrentamiento que no sea en la tabla clasificatoria. Sarti (Yves Montand) es un hombre maduro, un campeón que comienza a flaquear al volante cuando entra en su vida la dulce Louise (Eva Marie Saint), una periodista norteamericana con la que redescubre el amor; Louise es mucho más que una amante ocasional que sirva a Sarti como bálsamo en un matrimonio muerto que lo tiene atado. Sarti es el personaje más desarrollado y atractivo de la cinta, con una gran presencia ante la cámara y con el que más empatizaremos.

Por su parte, Barlini (Antonio Sabato) es la réplica a Sarti. Italiano y mucho más joven, es arrogante y machista. Dista aún mucho de darse cuenta, como lo hacen Sarti, Stoddard y Aron, de la estupidez inherente de su forma de vida o de jugarse la vida. Barlini nos cae bien por sus explosiones de vitalidad, su magnetismo de juerguista, pero también nos echa para atrás su egoísmo (mal endémico entre los pilotos), que se desarrolla durante su relación sentimental con el personaje de Lisa, que encarna Françoise Hardy, quien sufre la ignominia de que el guionista solo la saque a relucir para mostrar a cámara su serena belleza y soltar un par de frases con su marcado acento francés. El personaje de Lisa, como los de Pat y Louise, expresa un individualismo e independencia que choca de frente con la arrogancia propia de sus contrapartes masculinos; un brillo inédito para el momento de filmación.

La historia saca a relucir las virtudes y defectos del deporte del automovilismo y sus practicantes. Es una declaración de amor hacia éste, pero también un grito desesperado y acusador contra todo lo negativo que esta forma de entretener despierta en aquellos más entregados a los más bajos instintos: la posibilidad de ver en directo una muerte. A fin de cuentas, como en una corrida de toros, muchos espectadores esperan, aún en un subconsciente escandaloso e inconfesable, estar presentes en el momento en el que el hombre cae, no solo cuando triunfa sobre la metafórica oscuridad. 

Esta irrefragable realidad amarga la boca de los protagonistas, tanto hombres como mujeres.

La película es muy larga para los estándares comunes actuales, acercándose a las tres horas al incluir no pocas escenas de grandes premios, donde los productores echaron toda la carne en el asador, no limitándose a las cámaras fijas distribuidas por el circuito o instaladas en helicópteros. Varios bólidos cuentan con estos aparatos de filmación y nos permiten, como en la actualidad, tener visiones frontales, laterales, traseras e, incluso, subjetivas o desde el morro del vehículo. Y, salvo en el caso del actor Bedford, podemos identificar a los actores al volante y en acción real no trucada.

Sin embargo, no todas las carreras retratadas merecieron el mismo tratamiento de dirección y montaje. Me apena que no se filmara en el Infierno verde de Nürburgring, a pesar de que es un premio que se menciona en varias ocasiones, aunque sí se recogen los trazados de Mónaco, Spa, Zandvoort, Brands Hatch y Monza. Los mejores filmados y montados serán los de Spa y Monza, siendo que en otros se abusa un poco de experimentación, de pantallas partidas y juegos de imágenes que no convencen.

El apartado musical se delegó al compositor Maurice Jarre, cuyos trabajos eran conocidos y populares; empero, con sus partituras para «Grand Prix», si uno cierra los ojos mientras suenan los acordes de la pieza central de la película, aseguraría que está escuchando la banda sonora original de «Doctor Zhivago» (1965), con la única inclusión de notas que quieren hacer recordar al rugido de los motores.

Como todas las cintas dedicadas al mundo del automovilismo, ésta es una que gustará y mucho a aquellos que sean apasionados del deporte, siendo que al resto de espectadores les sobrará mucho metraje, importándoles poco lo vibrante que sea.

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