Guardia de cine: reseña a «Los amos de la noche»

Título original: «The Warriors». 1979. 94 min. Estados Unidos de América. Dirección: Walter Hill. Guion: David Shaber, Walter Hill (Novela: Sol Yurick). Reparto: Michael Beck, David Harris, James Remar, Deborah Van Valkenburgh, Thomas G. Waites, Dorsey Wright, Brian Tyler, David Patrick Kelly, Joel Weiss, Marvin Foster, Tom McKitterick, Marcelino Sánchez, Terry Michos, Roger Hill, Lynne Thigpen, Ginny Ortiz, John Snyder, Mercedes Ruehl


Una hora y media de alienación social y personal; de rabia juvenil y violencia que solo es visible al caer el sol

La primera vez que escuché hablar de «The Warriors» fue durante una entrevista. No recuerdo si fue televisada o radiofónica; menos aún la identidad del interpelado, aunque sospecho que era alguien vinculado al sector del Cine, en concreto, a la dirección, por culpa de su meditada y estudiada pedantería de niñato ilustrado, tan propia entre nuestros compatriotas entregados a la tarea de alimentar el Séptimo Arte.

Impulsado por una fuerza extraña pero harto familiar, me abalancé sobre Google y quise saber qué diantres tenía esa película que mereciera una declaración tan encomiástica. Luego encontré la cinta y me la apunté para su visionado, tardando (como viene siendo marca de la casa) unos cuantos meses en calmar una curiosidad soterrada.

«The Warriors» participa de esa línea de producciones que hace casi cincuenta años explotaron la veta de la violencia juvenil y la alienación social. Por supuesto, no solo se limitaba a las salas de cine, sino, sobre todo, la literatura se encargaba de barrenar y abrir camino («La naranja mecánica» de Burguess o «The Wild Boys» de Burroughs), pues «The Warriors» es la adaptación de la novela de Sol Yurick. 

Durante su corto metraje, de constante huída, asistimos a una policromía de bandas callejeras, de sueños rotos en una ciudad silenciosa y dormida, escenario de una dimensión que solo se sabe que existe cuando, a plena luz de día, muestra las cicatrices de la realidad. La intensidad narrativa florece de una premisa harto simple: Nueva York es una urbe con superpoblación policial, pero mayor de pandilleros, todos en constante mutua agresión, empero, una noche las bandas han aceptado una tregua y se reúnen (en grupos de nueve miembros) en el territorio de los Riffs, la organización más fuerte y numerosa, para escuchar las palabras y el pacto que propone Cyrus, su enigmático líder con aura de profeta. Cyrus les expone un problema matemático muy simple: aquellos jóvenes y los ejércitos que formaban triplicaban el número de efectivos de la Policía. Si quisieran, si se agruparan, controlarían Nueva York.

Entonces sucede lo impensable: Cyrus es asesinado por un líder “tribal”, de un disparo de revólver. Entre tantos congregados y gracias a la providencial intervención de la Policía, nadie debía ser capaz de identificar al tirador, sin embargo, un miembro de los Warriors es testigo y puede reconocerlo sin problema.

El mismo asesino grita y convence a los Riffs de que el criminal es uno de los Warriors, quienes, desconociendo la acusación, emprenden un regreso a la desesperada hasta Coney Island al temer que la tregua se hubiera venido abajo tras la muerte de Cyrus. Las estaciones de metro distan mucho entre sí y cada una puede ser una trampa mortal.

Durante toda la noche los Warriors deberán correr y luchar si quieren ver la luz del nuevo día, primero aceptando (aún a regañadientes) el liderazgo de Swan al relevar al desaparecido jefe de la banda, luego separándose en grupúsculos de dispar suerte al introducirse en territorios controlados por otras pandillas. 

Bajo luces fluorescentes y frías, la ciudad se desnuda. Los protagonistas, como el resto de los Warriors, como todos los pandilleros, nada tienen que ver con “el mundo del día”, con esa ciudad ahora dormida mientras corren, tal y como se expone en la escena en la que dos parejas de ciudadanos “normales” y de fiesta se suben al vagón donde los héroes de la tragedia descansan tras una intensa pelea en los baños de la parada de Union Square. La desesperanza es la tónica en medio de una brutalidad absoluta y gratuita. El vacío se muestra con claridad en Swan, quien se pregunta en voz alta y amargor si ha sufrido tanto para llegar a un estercolero como es Coney Island; también en la chica, Mercy, la causante de la segunda estación de penitencia de los Warriors y que los acompañará hasta el final, una delicada belleza rebosante de sentimientos encontrados de odio y anhelo por un amor que solo concibe en rápidas y anónimas relaciones sexuales. 

La historia se sintetiza en pocos puntos: la reunión de las bandas, el asesinato de Cyrus, la acusación contra los Warriors, su huída, la revelación de la verdad y el final feliz. Solo el peligro que se esconde tras la máscara nocturna es la que hace a esta película diferente y atractiva. 

Como bombones dulces tenemos el acierto de radiar los avances de los Warriors por la ciudad o que el nuevo líder de los Riffs fuese doblado al castellano por el gran Constantino Romero. Amargo, por el contrario, es que el asesino telefonee dando cuenta de su hazaña a alguien cuya identidad no se desvela (o, al menos, a mí se me ha escapado), y que los Warriors se merecían que fuesen perseguidos por todas la bandas juveniles de Nueva York.

El final de la cinta transcurre en la soleada pero también silenciosa mañana del nuevo día, en la playa de Coney Island. Los Warriors han superado la injusta prueba y es posible que la pareja extraña entre chico y chica, así como el resto de sus compañeros, pueda dar un giro a sus vidas, como Alex, el protagonista de «La naranja mecánica» en ese capítulo último que se perdió en la edición americana de la novela. Un parto doloroso para asirse a un futuro. 

Me ha gustado mucho «The Warriors». Puede parecer simple en su planteamiento, pero se afianza en unos estribos bien sujetos por el guión y la dirección.

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