Guardia de cine: reseña a «La invasión de los ultracuerpos» (1978)

Título original: «Invasion of the Body Snatchers». 1978. 115 min. EEUU. Dirección: Philip Kaufman. Guion: W. D. Richter (novela de Jack Finney). Reparto: Donald Sutherland, Brooke Adams, Leonard Nimoy, Jeff Goldblum, Veronica Cartwright, Art Hindle, Lelia Goldoni, Kevin McCarthy, Don Siegel, Tom Luddy, Michael Chapman, Robert Duvall

La película, casi desde el primer minuto, provoca intranquilidad. Un desasosiego que nunca se rebaja

Siempre nos han pintado las invasiones alienígenas a nuestro planeta mediante bárbaras hordas de relucientes platillos volantes manejados por siniestras criaturas con aviesas intenciones, que lo arrasan todo a su paso. Sin embargo, «La invasión de los ultracuerpos» propone algo bien distinto surgido de la mente del escritor Jack Finney, autor de la novela «The Body Snatchers» (1955), y que ha tenido varias adaptaciones a la pantalla (1956, 1978, 1993 y 2007), siendo la protagonizada por Donald Sutherland, Brooke Adams, Jeff Goldblum, Veronica Cartwright y Leonard Nimoy, la que más impacto nos causa, o eso es lo que me sucede a mí, y que supera a la dirigida por Don Siegel (dos aspectos en los que coincidimos muchos). Aunque, sea cual sea el año de producción, no es difícil quedarse petrificado ante esa sentencia de “mi marido no es mi marido”, que luego dará lugar a “mi mujer no es mi mujer”, “mi hermano…”, “mi hija…”, “mi padre…”, y que se repite en todas las películas.

Lo que se nos planeta es una invasión incruenta por parte de unos organismos que tienen más que ver con el mundo vegetal que con el animal. Una especie procedente de un mundo moribundo, perdido en lo más recóndito del cosmos, que vaga por el espacio y que, allá donde encuentra refugio, planta sus semillas, replica a los animales más evolucionados y útiles que dormitan a su vera, con su aspecto físico, identidad personal y recuerdos intactos, y los somete a un control casi de colmena desprovista de emociones, para luego deshacerse de los originales.

Esta adaptación en concreto nos traslada a la bulliciosa ciudad de San Francisco de finales de la década de 1970, gris y hostil, sin ninguna relación con el hippismo, iniciándose el plan de conquista bajo una fina e inocente, en apariencia, llovizna que cubre cabezas, asfalto y flora. Poco a poco se van produciendo las sustituciones para pavor de la pareja principal, Matthew y Elizabeth, ambos funcionarios del Departamento de Sanidad del ayuntamiento. Primero será Geoffrey, el novio de Elizabeth, quien, de la noche a la mañana, adoptará una actitud fría y distante, del todo antinatural, obligando a la joven a exclamar que “Geoffrey no es Geoffrey”. Y Elizabeth no es la única persona que se da cuenta de estos cambios en su pareja, vecino, familiar… como bien queda reflejado durante el atropello del que Matthew y Elizabeth son testigos (cameo de Kevin McCarthy, protagonista de la cinta de 1956), y la presentación del último libro de David Kibner, un famoso psiquiatra local y amigo de Matthew y Elizabeth, a quien Leonard Nimoy presta su rostro y donde conoceremos a la par que a Jack Bellicec, interpretado por un Jeff Goldblum un tanto insufrible (y eso que el actor siempre me ha caído genial en sus interpretaciones, incluso en «Thor: Ragnarok»).

Y todo conducirá a una espiral de locura que tendrá como punto final esa escena que hoy, los más graciosos del lugar, primero lo hicieron chiste gestual y, ahora, un meme de internet, pero que mantiene toda su fuerza heladora.

La película, casi desde el primer minuto, provoca intranquilidad. Un desasosiego que nunca se rebaja, sino que se mantiene estable hasta los títulos de crédito finales. No estamos ante una obra efectista y de terror entregada a la viscosidad, la sangre y la casquería, salvo quizá en la escena en la que asistimos a un “parto alienígena”. Es un thriller donde lo absurdo y la impotencia del protagonista para enfrentarse a la amenaza son constantes, para nuestro horror, aunque existen dos momentos en el tramo final que nos descolocan por una absoluta innecesaridad: ese perro con rostro humano, cuya razón de ser se me escapa, y la réplica de Elizabeth que se pasea en cueros para dar ese toque de carnaza y pezón tan propias de las cintas de serie B de los años 70.

El mensaje original, una advertencia “no intencionada” del autor durante el periodo del McCarthismo que se podría haber tachado de rancia poco más de cinco años, se ve hoy revitalizado. Cualquier idea cuyo propósito final sea el sometimiento del individuo y la eliminación de su voluntad (y humanidad), así como el control social se puede infiltrar de forma sigilosa dentro de cualquier cuerpo, dentro cualquier hogar, dentro de cualquier sociedad. Lo peor es que es imparable, sobre todo cuando tras un rostro se esconce u corazón es radicalmente distinto. En 1978 se explora la temática de la desconfianza y la paranoia post Watergate y post Vietnam: no te puedes fiar de ninguna figura de autoridad, ni siquiera si es tu amigo, porque puede que ya no lo sea.

Aquí no hay final feliz impuesto por los de producción ejecutiva de Allied Artist, y eso que no se nos desvela el funesto mecanismo de estas esporas espaciales que se describe en la novela, cuyas réplicas humanas son estériles y con una vida máxima de cinco años.


 

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