Guardia de cine: reseña a «El último hombre sobre la Tierra» (1964)
Esta adaptación es notable, con un Vincent Price pleno, capaz de transmitir el desasosiego de la novela de Matheson
La novela corta escrita por Richard Matheson titulada «Soy leyenda», contaba con un argumento lo suficientemente poderoso como para atraer inmediatamente la mirada de los productores de cine (no obstante, el propio Matheson fue el guionista de esta adaptación, oculto tras el pseudónimo de Logan Swanson). Y esta primera película, «El último hombre vivo sobre la Tierra», protagonizada por el gran e inigualable Vincent Price y en riguroso blanco y negro, guarda una fidelidad impecable con el original, aunque introduciendo una serie de cambios poco sutiles, algunos necesarios, otros indiferentes y unos pocos incomprensibles.
Estos cambios, por ejemplo, los tenemos en el nombre del protagonista, que pasa de llamarse Robert Neville a Robert Morgan, lo cual no entiendo. Por el contrario sí puedo entender que su colección de discos fuera de Jazz y no de Clásica; más todavía el dotarle de conocimientos en química previos a la pandemia, pues este Morgan es científico y no un hombre normal y corriente como el imaginado por Matheson, que se pega de frente contra el desconocimiento y la sección de medicina de la biblioteca pública que va saqueando con parsimonia (detalle novedoso que copiarían en el futuro las siguientes adaptaciones cinematográficas). Esto último me parece bastante lógico, pues evita la parte más árida del texto y le imprime dinamismo a la cinta.
También se dotó de mayor peso a Ben Cortman. En la novela era un vecino con el que Robert solía compartir trayecto hasta el trabajo. En la película ambos son científicos en el mismo instituto y Cortman, quien es para Morgan casi un hermano, es el primero en alertar al protagonista de lo que se avecina, pero Morgan, en su arrogancia ortodoxa, no puede ir más allá.
La fecha de los hechos que vive Robert se adelantan una década y se enmarcan en un desarrollo distinto, sobre todo en los últimos compases de la obra, marcados por el perro callejero y la sospechosa Ruth; así como el propio final, con su aura de religiosidad, aunque sin perder el detalle de esa nueva sociedad que se está formando y que pretende reducir a cenizas la anterior por lo expeditivo.
Las escenas de la pequeña ciudad vacía, tanto al comienzo de la cinta como cuando Price deambula por sus calles, impresionan por el silencio y su poesía trágica, aunque he de reconocer que los muertos, los vampiros sostenidos por una vida artificial que les dota el virus, que acechan cada noche la casa de Morgan, son más bien zombies descerebrados que otra cosa. Es una pena, por cuanto podrían habérseles presentado de una forma más temible, a pesar de sus taras lógicas, como sucede con la “vuelta” de Virginia Morgan.
Al igual que en la novela, cuesta un poco creer la existencia de una población nocturna de vampiros vivos que logran, mediante un medicamento, deambular a plena luz del día y que Robert no se cruce con ellos hasta el mismo final; una población numerosa, por cierto. En esta ocasión, para la película, Morgan descubre los cuerpos de varios vampiros muertos que han sido derribados con estacas de hierro, un arma que él ni emplea ni fabrica. No termina de convencer en ese aspecto.
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