Guardia de cine: reseña a «Amanecer rojo» (1984)
Es la historia de una madurez apresurada e impuesta por la violencia, que hace añicos la tranquilidad onírica de una vida humilde pero acomodada, típica de la american way of life
Título destacado entre aquellos muchos que nos dio la década de 1980 o, al menos, muy recordado. Una mezcla dura en la que John Milius, guionista de «Apocalypse Now» y director de «Conan el Bárbaro», remoza el libreto original de Kevin Reynolds, aunque compartieran ambos cierta idea antibelicista. Es difícil de creer que Milius lo consiguiera, más si cabe cuando ésta fue la primera película en la historia cinematográfica de los EEUU con la calificación PG-13 y batió un récord Guinness, con más de 2 escenas violentas de media por minuto de duración.
Este drama se funde con los géneros juvenil y bélico en una ucronía en la que la situación geopolítica es explosiva: la ONU se ha disuelto, Méjico sucumbe a una nueva revolución, Europa del Este se plaga de tanques y Occidente se hace el avión. «Amanecer rojo» busca contar una historia muy de Guerra fría, en su peor momento, pero en un paralelo alternativo y en un pequeño pueblo de Colorado, a través de los ojos de unos chicos barbilampiños, que huyen a tiempo y bien pertrechados de una invasión combinada de fuerzas cubanas y soviéticas. Es la tercera guerra mundial (aunque eso de que la China comunista sea aliada de los EEUU, junto al Reino Unido, no termina de sonar bien).
Es la historia de una madurez apresurada e impuesta por la violencia, que hace añicos la tranquilidad onírica de una vida humilde pero acomodada, típica de la american way of life, en una tierra que hacía mucho que no conocía del conflicto armado. Encabezados por Jed, un en apariencia lozano Patrick Swayze (tenía 32 años en aquella e interpretaba a un chaval de unos 17-18 años; una diferencia brutal de edad que hizo que varios de sus compañeros de rodaje hollaran el camino de la amargura, pues el amigo Patrick era un tanto tiránico con ellos por ser mucho más jóvenes que él), tras esquivar controles, adentrarse en las montañas y poner solución a los primeros roces, los chicos comienzan un periplo personal como grupo para adaptarse al terreno y a la guerra: lo primero será aprender del líder y de su hermano a cazar para llevarse a la boca algo más que comida enlatada; lo segundo será sobrevivir aunque sea matando a otros seres humanos. A esto último los empujará más que nada el saber del trato dispensado por los invasores a sus familias, algunos de cuyos miembros pasan por el paredón, iniciando así una campaña de golpes de mano de guerrilla a pesar de no contar con preparación militar alguna (nadie enseña a los personajes, pero los actores se chuparon sus buenas semanas de entrenamiento con los Boinas verdes, aprendiendo a manejar y a disparar armamento real, y de supervivencia en la naturaleza para preparar sus papeles). Este pequeño detalle deja al espectador algo traspuesto, pues los éxitos de estos “Wolverines” son apabullantes y sin bajas en su bando, al menos hasta que la garra de la Guerra se cierra en torno suyo a medida que los meses avanzan.
Pero da igual. No es cuestión de ver a la chavalería llenar de plomo unos cuantos torsos rusos y cubanos, sino examinar su desarrollo personal y qué mejor ejemplo que esa escena en la que dan muerte a los tres soldados soviéticos que, haciendo turismo, sorprenden a los “Wolverines”, con asesinato a sangre fría incluido. Los chavales se enfrentan a ese horizonte gracias al odio, la venganza, la psicopatía, la duda y la resignación, aunque ninguno de ellos es insensible; al contrario, las lágrimas bañan sus mejillas más veces de las que les gustaría reconocer. Siguen siendo niños; siguen siendo humanos a pesar de todo.
Insisto. No nos podemos quedar solo con la carga de acción. Sino que hay que ir más allá si queremos hacer mérito de la aportación de Milius al guión y la dirección, cuya inclinación política y su fascinación por la guerra le granjearía serios problemas; incluso todos los actores de esta obra, salvo Charlie Sheen, renegaron de la cinta por considerarla como de extrema derecha (opinión que yo no termino de compartir por cuanto esto no es cuestión de ver colores ni siglas).
En un comienzo, «Amanecer rojo» parecía ser un producto solo de consumo juvenil y masculino, pero la incorporación de dos personajes femeninos (encarnados por Jennifer Grey, la petarda de Baby en «Dirty Dancing», y Lea Thompson, a quien recordaremos más por su papel de Lorraine, la madre de Marty McFly), supuso no solo una revolución en el desarrollo argumental, sino en la propia presentación de la cinta. No son las típicas féminas que solo están para lavar los platos y tender la ropa, bien lo dejan claro en una escena; cogen el fusil y disparan como los demás; se ensucian las manos como los demás (aunque bien hay que decir que Jennifer Grey solo aporta, a nivel actoral, cuando muere su personaje). No hay distinción, ni siquiera una cuña sexual; prácticamente existe una paridad que solo se rompe cuando se incorpora un adulto al grupo, un piloto de F15 que es derribado y que los “Wolverines” rescatan, sirviendo de consejero de Jed, de estratega y de figura paterna, aunque también algo más para una de las chicas; pero este adulto pasa a ser un espectador o, como mucho, otro más de la guerrilla.
Me ha gustado y mucho el visionado de «Amanecer rojo», con ese aborrecimiento de la guerra que alcanza a los muchachos (y a los del otro bando) a medida que caen, a medida que van perdiendo (no me he dejado llevar por la animadversión generalizada contra Milius); pero sobra y mucho la escena final del monumento con la bandera estadounidense, dándonos a entender, con la voz en off de unos de los supervivientes, quién gana la contienda, aunque nada se aventura sobre el estado en el que se encontrarían las cosas tras la paz. También me pareció mejorable la labor del gran Poledouris a la partitura.
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