Guardia de cómic: reseña a «El rastreador», de Jiro Taniguchi

 

Título original: «Sosakusha»
PONENT MON, Rasquera
2006
Traducción: Shizuka Shimoyama,
Miguel Ángel Ibáñez Muñoz
ISBN: 84-96427-26-9
334 páginas
Taniguchi presentó en su día un título atípico en el conjunto de su obra, aunque sin llegar a renunciar a la representación de la Naturaleza y el costumbrismo

Shiga es un hombre que cumple penitencia en el lugar donde mejor se siente, prácticamente aislado de la civilización en un refugio de montaña, en pleno pulmón verde del Japón, aunque no como un arisco ermitaño, claro. Allí arriba puede autoflagelarse o matizar el dolor que ha acopiado en torno a su Pasado reciente tras la muerte de Sakamoto, su mejor amigo, caído en una expedición al Dhaulaghiri, el Himalaya, años atrás. Shiga prometió a Sakamoto cuidar y proteger de Yoriko, su viuda, y de su hija de corta edad, pero el héroe de la narración siente una emoción hacia el fallecido que prefiere guardar para sí, pues le provoca vergüenza: rencor con su pizca de culpabilidad.

Pero unos acontecimientos inesperados forzarán la salida de Shiga al mundo exterior. Megumi, la hija de Sakamoto, ha desaparecido sin dejar rastro y sin que la Policía se vea capaz de actuar ante la saturación de casos de similar naturaleza que asola Tokio. Shiga descenderá de la montaña y se enfrentará a la capital, a un entorno más hostil que cualquier otro paraje. Se sentirá abrumado por el llanto desconsolado de Yoriko y por el mutismo que rodea la aparente huida de la chiquilla de catorce años, mientras va recogiendo pistas en una investigación particular en la que hallará extraños pero amables aliados a medida que se acerca a la verdadera “montaña”, al desafío final.

La trama gana en intensidad al involucrar a Megumi en ese inocente negocio que se traen muchas colegialas japonesas que, en demasiadas ocasiones, termina en prostitución y no por necesidad sino por caprichos que, a veces, esconden desesperadas llamadas de auxilio, como sucede con el personaje de Maki Ohara, una chica odiosa que acaba removiéndote las entrañas y ablandándotelas en su última intervención.

Lo que me ha chirriado es la identidad y el fondo del individuo responsable de la desaparición de Megumi. Entiendo que su posición pública es lo que permite a Shiga enfrentarse a una montaña como aquella que se cobró la vida de Sakamoto, metaforicamente hablando, pero es una personalidad trillada e infantil, sin mucho sentido y que apenas aporta nada esencial a este drama humano donde Taniguchi acusa al hombre que no quiere sincerarse y se niega el perdón; a los núcleos familiares en los que los convencionalismos sociales son más importantes que sus integrantes; a las relaciones donde los oídos están taponados y los ojos vendados; a la sociedad que pasa de largo ante una hilera de “Lolitas”, de chicas de menos de quince años, alineadas contra la pared, a la espera de su siguiente cliente.

El estilo de Taniguchi es el de la casa, plenamente reconocible en su propuesta, alejado de planos aberrantes y dotado de una maquetación muy tradicional. Aunque no estuviera firmada, sería fácil atribuirle el texto y dibujo a este genio del Manga, con independencia de que posee una diferencia sustancial con el grueso de su obra.

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