Guardia de literatura: reseña a «El guardián entre el centeno», de J. D. Salinger
Título original: «The Catcher in the Rye» EDHASA, Barcelona. Onceava edición: febrero de 2014 Traducción: Carmen Criado ISBN: 978-84-350-0895-2 274 páginas |
¿Qué es la adolescencia sino depresión, desorientación, confusión, alineación y desconexión? Todos hemos tenido que bregar esos años con mayor o menor gloria y soltura. Un periodo que no repetiríamos ni aunque nos fuera la vida en ello. Y eso mismo es lo que Salinger es capaz de atrapar en las páginas de su obra más reconocida, tomando “prestadas” las confesiones del joven Holden Caulfield. Éste, convaleciente de una enfermedad sobre la que derrocha pocos detalles, relata pormenorizadamente la cadena de hechos sucedidos durante los días previos al día de Navidad del año anterior, cuando recibió la nota de expulsión de Pencey, el último colegio que tuvo el disgusto de soportar, uno más en su particular cuenta. Holden podría haber agotado la estancia e irse embozado entre la masa de estudiantes que regresaba a casa por vacaciones, pero no. Así comienza a recorrer un tablero social desquiciante que lo conducirá a la escena penúltima, con su querida hermana pequeña, Phoebe, montada en un tiovivo. Holden ya no es un niño para montarse en una de esas atracciones, pero tampoco está al otro lado de la marca y reino de los adultos, de quienes solo recibe desprecio, humillación y estudiada conmiseración.
Holden parte de la casilla número uno en Pencey, donde un primer adulto, un amable vejestorio con apolillada toga de profesor, le advertirá de las consecuencias de su imperdonable falta de diligencia y de un probable fracaso madurativo. Luego mantendrá distintas conversaciones y encuentros con sus compañeros de habitación que provocarán la huída intempestiva al amparo de la noche invernal; uno de ellos es un chulo decadente que pudo haberse propasado con la chica por la que Holden albergaba sentimientos profundos, otro un tipo con hábito higiénicos inexistentes, siendo que sobre ambos se cierra lo que representa Pencey (y todos los colegios) para el protagonista y narrador.
Tras tirar los dados y avanzar un poco, cogemos carrera a medida que nos acercamos a Nueva York. Holden irá conociendo a madres de alumnos a las que miente sin tapujos y monjas recién llegadas de Chicago a las que es capaz de donar todo el dinero que lleva encima, así como ariscas prostitutas con las que no se atreve a tener relaciones sexuales y sus violentos proxenetas, que lo estafarán. Igualmente contactará con conocidos de sus etapas anteriores, novias, excompañeros y profesores para huir de ellos también. Y sobre todo revoloteará el asunto de a dónde irán los patos de Central Park cuando se congela.
Holden corre por ese tablero mientras añora a D.B., su hermano mayor, prostituido en Hollywood por el cine, pero más a su fallecido hermano Allie o a Phoebe, la pequeña y adorable Phoebe, quien es la única con la que es capaz de sincerarse y a quien podría poner al tanto de sus nada meditados planes de marcharse hacia el Oeste hasta dar con un lugar donde haya sitio para él, una cabaña, por ejemplo, haciéndose el sordomudo para evitar todo contacto. Quizá ese lugar en el que pueda salvar a los niños que corren despreocupados por un campo de centeno sin ser conscientes del abismo que se abre a pocos metros de sus siempre ligeros pies (¿quizá sea una metáfora del salto/caída a la adolescencia?).
Narrado en primera persona, esta novela es inteligente, sincera y dura, dotada de una prosa nada rimbombante, pero inspirada e inspiradora, guiada por un ácido sentido del humor y de crítica social y humana. Así se entiende la profunda huella que ha dejado en un amplio sector de la población, principalmente angloparlante (no os voy a aburrir aquí con las típicas anécdotas vinculadas a ciertos elementos conspiranoicos), y hasta porqué es lectura obligatoria en muchos centros formativos y, a la par, está vetada en muchos otros más entregados a la ortodoxia puritana, pues Salinger no tiene escrúpulo algún en describir la etapa de la adolescencia, aquella en la que la imberbe mente juvenil comienza a conocer y aprehender distintos conceptos de lo que se confunde con ser adulto: tabaco, alcohol y sexo, una tríada casi inamovible que se fija como luz del final del túnel.
Holden necesita una válvula de escape en un mundo que le observa con desconfianza, pues es un mentiroso y un vago, un manirroto y un despreocupado. Un egoísta contradictorio que es capaz de donar diez dólares en una cafetería y un cobarde que anhela cambiar por dentro, pero que no (se atreve) sabe cómo. Es un chico asqueado por la brutalidad del cambio que experimenta, comenzando a idolatrar la etapa anterior de infancia, allí donde se quedó su fallecido hermano y donde aún continúa Phoebe; odia la “transición”, entendiendo que la misma no debería existir: la infancia y la madurez deberían ser como el agua y el aceite.
La lectura de «El guardián entre el centeno» es rápida, agradable; capaz de despertar una especial e íntima empatía con Holden quien, además, es divertidísimo. Ojalá durante mi etapa de instituto nos hubieran presentado este título y no otro que trataba de ahondar en la cuestión y del que solo recuerdo que el protagonista era otro pulpo en un garaje quien, por culpa de un accidente, se quedaba temporalmente mudo, por lo que todo el mundo lo llamaba Harpo. Huelga decir lo que me pareció aquel lejano ejercicio.
«El guardián entre el centeno» es un libro que haría leer a mis hijos si los tuviera y hubieran llegado a tan crítica edad.
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