Guardia de cómic: reseña a «Fahrenheit 451», adaptación autorizada por Ray Bradbury

Título original: «Fahrenheit 451;
the authorized adaptation»
2009 ZFILE inc., Nueva York
PENGUIN RANDOM HOUSE MONDADORI
Barcelona
Primera edición: febrero de 2019
Traducción: Carlos Mayor Ortega
ISBN: 978-84-663-4681-8
160 páginas
Hamilton se ve impedido de aportar algo diferente, de alejarse de la senda narrativa de Bradbury, por quien siente demasiado respeto; su trabajo resulta solo una adaptación fría

Mentar a Ray Bradbury es pronunciar un sortilegio que trae al recuerdo los lánguidos días de verano leyendo «Crónicas marcianas» o «El hombre ilustrado», compilaciones de relatos prácticamente anacrónicos ya cuando los descubrí, de astronautas en cohetes que llegaban a un Marte habitable y otras historias dotadas de una extraña y bella poesía en prosa que desnudaba a la Humanidad. Pero también a aquellos en los que devoraba «Fahrenheit 451», una novela que Bradbury dedica a su amor incondicional por los libros y las bibliotecas públicas, trasladando su horror ante la quema de libros en la Alemania nazi y en la Rusia de Stalin; ante el convencimiento de la posibilidad de un futuro donde ser feliz será obligatorio para la masa, la cual no ha de hacerse preguntas, tan solo debe vivir placenteramente, sin quebraderos de cabeza, sin libros que les devuelvan su humanidad. 

Una experiencia personal un tanto insólita y truculenta (Bradbury recibió el alto de un policía que le parecía sospechoso que alguien paseara de noche por una calle desierta), sirvió para un relato breve que terminó dando paso al personaje de Guy Montag, un bombero que, en vez de apagar fuegos, los provocaba a base de queroseno para arrasando bibliotecas privadas y prohibidas, expulsando de la vida de sus conciudadanos la sombra de la tristeza que unos inadaptados puedan crear con sus lecturas; un bombero que no se cuestionaba nada hasta que conoce a una extraña muchacha llamada Clarisse, quien remueve sus, en apariencia, férreos cimientos de servidor de una sociedad acomodada y estéril: “¿Eres feliz?” ¡Qué pregunta más absurda! Qué pregunta tan sencilla e inocente que esconde un puño de hierro que golpeará la conciencia de Montag con la fuerza de un tsunami. Su trabajo, la mujer que le espera en casa… ¿Acaso aquello era felicidad? ¿No será que era terriblemente infeliz y no se atrevía a decirlo en voz alta?

Bradbury, esbozando la sonrisa de la feroz crítica contra aquello que anule la imaginación y la libertad individual, hace que su protagonista huya (como tantos otros héroes de la ciencia ficción), acuciado por las preguntas y la necesidad de darlas respuesta.

En su día leí «Fahrenheit 451», así como visioné la fantástica adaptación a cargo de François Truffaut, la cual se aleja del original en las cuestiones técnicas de efectos especiales, imposibles para la época, así como del destino literario de ciertos personajes, como en el caso de Clarisse, a la que dota de mayor longevidad, cerrando la cinta con un mensaje más positivo que el de la novela. Y hoy acabo de terminar de repasar la adaptación de Tim Hamilton, cuya reseña va a ser breve por lo poco que puedo ya aportar.

Para empezar, el cómic muestra, desde el comienzo, su incapacidad para trasladar a las viñetas la poesía y filosofía de Bradbury si no es a base de constantes cartelas que inundan las páginas. Aunque todo lo que haya salido de la máquina de escribir de Bradbury resulte una lectura agradable, tanta narración en el cómic acaba por formar la idea de que el mecanismo gráfico está inerte y que apenas da de sí. Hamilton se ve impedido de aportar algo diferente, de alejarse de la senda narrativa de Bradbury, por quien siente demasiado respeto; su trabajo resulta solo una adaptación fría.

Lo positivo es que es muy fiel a la historia, pero no os confundáis: una cosa es ser fiel y otra no ser capaz de despegarse de la novela.

Otro punto a remarcar en lo negativo es el propio trabajo como dibujante de Hamilton, con quien no recuerdo haberme topado hasta la fecha. En su miniobiografía, adjunta al tomo, se relaciona su importancia en el mundo del cómic y la caricatura, pero me parece que no está a la altura. Los dibujos son francamente mejorables en su trazo, no digamos ya los planos en los que para que no da con el enfoque adecuado, llegando a encontrarse viñetas descentradas y/o ángulos imposibles; asimismo, su juego de luces y sombras pocas veces es acertado. 

Lo único salvable es la representación del sabueso mecánico (que nos perdimos en la adaptación de Truffaut).

El resultado es nefasto: es un comic book que cuesta hasta leer; tardas una eternidad en terminártelo.

Y aquí lo dejo, pues no me gustaría llegar a cotas de injusticia por lo que, siguiendo mis impulsos, me gustaría ahora tratar de lo que opinaría Bradbury, a día de hoy, con respecto a su gran obra, respecto a su miedo a que sus queridos libros fueras destruidos. Resulta curioso que nuestro mundo diste mucho del que imaginó, donde las publicaciones, más que estar en peligro, saturan nuestras vidas. Una simple pulsación de ratón nos permite acceder al contenido de miles de bibliotecas a miles de kilómetros de distancia; es como si nos hubieran dejado en medio de un vasto prado de horizontes cargados de nubes de información y, sin embargo, preferimos los simples pasatiempos. Un mundo en el que todo el que quiera puede escribir y compartir sus pensamientos, las historias que le rondan por la cabeza, alimentando el reino de Fantasía (y eso es muy bonito), pero en el que todos nos consideramos con el derecho y privilegio de creernos escritores y, encima, buenos, aumentando así la cantidad pero no la calidad. Un mundo en el que nada piensa quemar los libros, tan solo ocultarlos con otros más ligeros que nos permitan ser “felices”.

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