Guardia de cine: reseña a «Días de radio»
Título original: «Radio Days». 1987. 85 minutos. EEUU. Comedia. Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen. Reparto: Mia Farrow, Dianne Wiest, Seth Green, Julie Kavner, Michael Tucker
Nostalgias al calor de la luz de la radio y de una época que Allen escribe con un excelente sentido del humor
La nostalgia es un enemigo sigiloso que es capaz de atacar por la espalda y derribar al más fuerte de los contendientes; que redobla sus esfuerzos cuantos más años va uno acumulando y las épocas de despreocupación van quedando atrás, amarilleando sobre la piel de los recuerdos. Es un adversario impío que nos confunde el discernimiento hasta el punto de sacar lustre a lo malo, remarcando las sucias sombras. La nostalgia es una mala puta que se agazapa en lugares y objetos que vamos reencontrando a lo largo del camino.
Para enfrentarse a ella lo mejor es recurrir tan solo a la frágil y maleable memoria, sin regresar a los escenarios físicos, pues repetir aquellas vivencias pueden ser decepcionantes; dejarla pasar. Debemos contentarnos con el resplandor, pero sin que no llegue a cegar.
Woody Allen traslada su infancia y familia, o una visión distorsionada al menos, a la pantalla; una trama que gira en torno al transistor de radio, una autobiografía maquillada pues, sabiendo que el director nació en 1935, el propio desarrollo de la cinta sitúa a su alter ego en un cuerpo que no sufre los cambios de la edad y cuyos recuerdos se mezclan a la ligera con guerras de los mundos a cargo de Orson Welles, en 1938, el ataque a Pearl Harbor en 1941 y la Nochevieja de 1943; un defecto absurdo por el mero hecho de querer abarcar demasiado.
Como toda obra de Allen que se incline más hacia la cordura de la comedia (su arranque es de lo más divertido que he visto jamás), tenemos la oportunidad de contemplar un pintoresco cuadro de personajes que viven un caótico día a día, como exige el rol humano; todo ello elevado a la máxima expresión en una casa en la que vive una familia demasiado extensa y que genera anécdotas que van dando acelerones a la cinta con cada programa de radio o canción popular. Como un «Cinema Paradiso» en el que Totó nunca alcanza de pleno la adolescencia (para nuestro alivio, siendo que, quizá, por ello el alter ego del narrador en off no experimente estirón alguno), lo más divertido es todo aquello que tenga que ver con el chaval, a lo que siguen sus temperamentales padres o sus particulares parientes, sobre todo la tía soltera, que no es capaz de dar caza al hombre ideal con el que contraer matrimonio. Las anécdotas de descubrimiento e inocencia, con sus muchas veces dolorosas consecuencias a base de collejas, son la tónica, aunque no existe una paridad en las líneas de los adultos, pues se deben a un orden de importancia.
A modo de intermedio, de descanso fortuito de la particular atmósfera de la casa, Allen introduce la vida de Sally White, pues confiesa una afición por coleccionar los chismorreos y demás maledicencia acerca de las vidas de las estrellas radiofónicas de una época en la que la televisión era aún una quimera. Sin embargo, anuncia algo que no termina siendo tal; en mi opinión, esta línea no aporta nada en absoluto más allá de facilitarle un papel a su por aquel entonces esposa para que pudiera lucir palmito de cigarretera bobalicona que acaba siendo una voz indiscutible de las ondas.
Como le ocurre a todo autor de ficción, a todos los que nos dedicamos a la en demasiadas ocasiones ingrata tarea de escribir, Allen se deja atropellar por sus propias experiencias, es embaucado por la nostalgia y cree que los recuerdos son inocentes burbujas multicolores que no estallan cuando encuentran un resquicio desagradable. No se le puede acusar de nada, pues no importa lo fuerte que seas o creas ser: acabarás relatando tu vida, con sus adornos y mentiras, lijando las aristas hasta el punto de convencer al espectador de que la realidad es ficción y la ficción justo lo contrario. Una mentira o una verdad gorda y zumbante a la que seguir atentos con la mirada.
El punto fuerte de la cinta es el haber dado protagonismo a la Radio, esa de válvulas, que nos invitaba a soñar y a usar la imaginación, no a permanecer impasibles ante una secuencia inacabable de imágenes que nos puede lleva a otros reinos, pero que no son tan vibrantes ni preñados del misterio de esa luz cálida.
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