Guardia de literatura: reseña a la novela «Leones muertos», de Mick Herron
Penguin Random House Grupo Editorial SAU, Barcelona
2020
Traducción: Enrique de Héraz
ISBN: 978-84-18107-23-8
396 páginas
Leones muertos me ha parecido una novela menos lograda en cuanto a narración
Al igual que me pasó con su adaptación televisiva, esta segunda parte de la saga de Jackson Lamb no me ha hecho tilín, como la primera, aunque por distintas razones, muchas de ellas relacionadas con lo que parece ser la pobre edición de Salamandra. No creo que sean imaginaciones mías, errores en mis conexiones sinápticas o una pérdida momentánea de la capacidad visual por culpa de la edad. He tropezado y caído varias veces: frases a las que les faltan palabras (y no hablemos ya de signos de puntuación); incluso diría que faltan párrafos enteros.
Luego está la cuestión de las líneas de diálogo, donde en no pocas ocasiones es difícil identificar quién se está dirigiendo a quién. También hay diálogos en los que, aunque deberían intervenir varios personajes, parecen corresponder a uno solo. De ahí saco principalmente la sensación de que faltan frases y párrafos.
Por lo demás, aunque hubo momentos fugaces en los que me sentí como cuando leí Caballos lentos, es decir, en estado de éxtasis, Leones muertos me ha parecido una novela menos lograda en cuanto a narración. Diría incluso que es aburrida.
El argumento gira en torno a una venganza excesivamente retrasada, tanto que acaba resultando una tontería, a decir verdad.
La historia comienza con la muerte en extrañas circunstancias (extrañas únicamente para el particular Jackson Lamb) de Dickie Bow, un agente de tercera retirado del MI5 que estuvo activo en el Berlín anterior a la caída del Muro. Bow aseguraba haber sido secuestrado —algo que nadie creyó— por Alexander Popov, un alto cargo del KGB al que el MI6 y el MI5 consideraban una invención de Moscú para despistar. Popov era un fantasma que, supuestamente, dirigía una peligrosa red de agentes durmientes en el corazón del Reino Unido, pero los analistas sentenciaron que era solo humo de contraespionaje. Además, Bow no era digno de confianza, menos aún cuando volvió de su supuesto secuestro y tortura completamente empapado en su líquido alcohólico favorito.
De aquello habían pasado décadas, y ahora Bow aparecía muerto en un autobús de refuerzo tras una avería en los trenes de Londres, sin billete y dejando un mensaje en la carpeta de borradores de su móvil: Cigarras.
Parecía que Bow había visto a alguien de su pasado y lo había seguido. Un detalle que se le mete en los ojos a Lamb y le escuece, no como a los estirados de Regent’s Park. Le escuece tanto que sabe que es una trampa para atraerlo a él y a los suyos, pero ¿orquestada por quién? ¿Por qué se activa ahora? Para averiguarlo, envía a River Cartwright hasta la localidad de Upshot, hast donde el asesino de Bow fue dejando migas de pan.
Mientras tanto, en Park todo está patas arriba como durante cualquier auditoría de cuentas, pero eso no frena al ambicioso y repelente James “Spider” Webb, quien contacta con el oligarca ruso Alexander Pashkin, un posible opositor a Putin. Quiere captarlo como activo para el MI5 y, así, ascender fulgurantemente hasta la cúpula del Servicio Secreto. Un plan a espaldas de todos, incluida su superior, la astuta Diana Taverner, que, por supuesto, terminará enterándose, porque pocas cosas se le escapan.
Para evitar dejar huellas, Webb subcontrata a dos caballos lentos, Louisa Guy y Min Harper, para que se encarguen de la seguridad antes, durante y después de la entrevista con Pashkin. También, claro, para que sean ellos quienes paguen el precio si todo sale mal… y por supuesto, todo sale mal.
Encima, Harper, guiado por su instinto de agente, recela de los rusos y lo acaba pagando caro.
Como en la entrega anterior, en la novela aparecen nombres de caballos lentos que no aparecen en la serie de televisión, pero es lo de menos gracias a la incorporación de un personaje con un papel relevante: Shirley Dander, la hábil y drogadicta nueva incorporación a la Casa de la Ciénaga.
Como mencioné al inicio de esta reseña, la lectura de esta segunda novela no me ha resultado muy satisfactoria. Tampoco me ha gustado que el autor repita la misma fórmula de apertura y cierre que en Caballos lentos, agolpando el final en unos pocos párrafos. Y me dolió especialmente no leer ese homenaje privado de Lamb y sus “inútiles” a Min Harper, como sí sucede en los últimos instantes del episodio final de la segunda temporada de la serie.
Por supuesto, lo peor es comprobar cómo Webb y Taverner, más ineptos que nunca, vuelven a salir airosos de sus cagadas. Con un poco de suerte, quizá en alguna entrega Herron se anime a meter a estos dos chapuceros en la Casa de la Ciénaga.
Me daré un buen descanso antes de ponerme con la tercera parte.
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