Guardia de cine: reseña «Al final de la escalera» (1980)

Título original: «The Changeling». 1980. 109 min. Canadá. Dirección: Peter Medak. Guión: William Gray, Diana Maddox, historia de Russell Hunter. Reparto: George C. Scott, Trish Van Devere, Melvyn Douglas, John Colicos, Jean Marsh, Barry Morse, Madeleine Thornton-Sherwood, Helen Burns, Ruth Springford

Sin duda es una gran película con una base real documentada y muy fiel a los fenómenos de casas encantadas, que muestra por primera vez y de la forma más correcta una sesión de espiritismo

Considero que cualquier película protagonizada por George C. Scott merece la pena ser visionada con atención, aún cuando sea de un género por el que no suelo prodigarme como es el terror (aunque por aquí los habrá, bien fogueados, que consideren que este título ya no merece entrar en dicha categoría).

«Al final de la escalera» es una de esos filmes de renombre de la década de 1970 que tanto nos dio de bueno y de malo. Una historia de gran pantalla que nace de las experiencias reales de Russell Hunter, quien tuvo que pasar por el maltrago de vivir en una casa muy grande y de alquiler muy barato con el vicio oculto de que bajo su techo ocurrían cosas muy extrañas. Tanto tiró el escritor preguntando e investigando en hemerotecas que llegó a dar con un siniestro crimen con suplantación de identidades (que corresponde con título original a esta película: «The Changeling»).

Haciendo una pequeña sinopsis, Scott encarna a John Russell, un afamado compositor musical que es testigo de la muerte violenta, en accidente de tráfico, de su esposa y su hija. El trauma y la depresión lo empujan a comenzar de nuevo lo más lejos posible de lo que construyó como un hogar, llevándose algunos muebles y poco más, como es la pelota de su pequeña. En Seattle pronto encontrará una casa donde vivir: una enorme mansión, demasiado para un hombre solo, pero que cuenta con habitaciones y salones ideales para desarrollar su actividad artística y creativa; encima, tirada de precio de alquiler.

Russell comenzará a vivir y a sentir curiosidad por los extraños fenómenos que suceden en el interior de la casa. Primero son unos golpes rítmicos a las 6 de la mañana que duran medio minuto, pero la cosa irá subiendo de tono hasta su punto de inflexión, lo que diría yo que es “la imagen”: la pelota de la niña cayendo por la escalera, la misma que minutos antes Russell había arrojado al río en un intento de romper con el Pasado, así como la silla de ruedas plantada en lo alto de la escalera.

El descubrimiento de una habitación cerrada y oculta, una sesión de espiritismo, la investigación en hemerotecas, todo esto llevará a Russell hasta la amarga realidad de que el ser que se manifiesta es Joseph Carmichael, algo que no puede ser, pues Joseph Carmichael es un político heptagenario muy popular en el Estado. El fantasma es el de un niño inválido y la verdad no puede ser otra que la que se acaba mostrando: fue asesinado por su padre y sustituido por un chaval del orfanato que suplantaría su identidad y, de paso, heredaría la inmensa fortuna del abuelo que pasaría a administrar el codicioso yerno.

Paso a paso, Russell tratará de ayudar a Joseph, como es encontrando sus restos en un pozo cegado en lo que fue el rancho familiar, así como la medalla que prueba la identidad del esqueleto. Pero Joseph es un fantasma vengativo, un yurei en la cultura japonesa, que no busca una justicia de ultratumbasino, como en una broma cruel y psicópata, acabar con aquellos que vivieron a su costa; incluso no duda en agredir a los vivos que intentan desvelar la verdad cuando fracasan o en provocar la muerte de aquellos que se interpongan en su “camino”. Esa risa infantil y espeluznante que cierra la película, junto con las notas de la caja de música, entre los escombros calcinados de la mansión, puede ser la otra “imagen”.

«Al final de la escalera» no es una película efectista ni de maquillajes a lo «Poltergeist», si queremos echar mano de un título cercano en el tiempo. Las manifestaciones fantasmales son puertas que se cierran violentamente, objetos que salen volando para estrellarse contra las paredes, pesadillas y golpes siniestros, salvo cuando Joseph le prende fuego a la casa de su familia, claro está. Su guión es relajado, con unos personajes que guardan una distancia y compostura muy elegante, arcaica. La escena de la pelota cayendo no eriza el vello, pero es el pistoletazo de salida para una carrera de ansiedad, pues ya sospechamos, aún sin darnos cuenta, de la malignidad de Joseph, un niño anclado a una silla de ruedas que, más de medio siglo después de su muerte, se ha transformado en un alma oscura.


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