Guardia de literatura: reseña a «Adiós a las armas», de Ernest Hemingway

 

Título original: «A farewell
to arms»
Traducción: Joana M. Vda.
de Horta y Joaquín Horta
UNIDAD EDITORIAL,
Madrid, 1999
Nº7 de la col. Millenium,
las 100 joyas del milenio
ISBN: 84-8130-121-3
318 páginas
La de «Adiós a las armas» ha sido una lectura que he ido demorando a lo largo de meses, quizá años. Perturbé el descanso del volumen y lo retiré de su puesto fijo en la librería del salón para solo llegar al punto final de un corto primer capítulo; clavé allí el marcapáginas y me dediqué a títulos menos aburridos y exigentes. No tenía ninguna obligación para con Ernest Hemingway y muchos libros me acariciaban con la dulzura de “amantes más entregadas”. Me lancé a diferentes aventuras hasta que, como tantas veces ha ocurrido durante mi existencia como consumidor de literatura, me dio la venada de terminar lo que empecé en el transcurso de una tarde olvidada.

«Adiós a las armas» es considerada la mejor obra firmada por Hemingway. ¿Mi opinión? Bueno, al menos la he disfrutado mucho más que «El viejo y el mar», pues la traducción al castellano ha sido mejor, pero la edición que tenemos en casa está plagada de erratas de imprenta y, no sé si es culpa única del escritor, sus rápidos diálogos de ametralladora están dispuestos de tal manera que, aunque sea durante una conversación entre dos personas, te pierdes y no llegas a saber quién dijo qué salvo cuando se incluyen fórmulas con las que no caben dudas. En esos momentos es como si leyéramos el libreto de una obra de teatro en el que se hubieran olvidado de identificar a cada personaje.

La historia me ha gustado, al igual que la narración, si obviamos lo que acabo de mentar y las agotadoras descripciones geográficas, tan detallistas como prescindibles. Pero, ¿puedo estar de acuerdo con que «Adiós a las armas» es una de las mejores visiones literarias acerca del conflicto que se llamó la Gran Guerra? Yo disiento en parte pues en sus páginas bien poco hay de guerra, salvo una pincelada superficial, con un fuerte acento del patetismo que la acompaña de forma fiel; justo ese patetismo que, como idiotas, solemos endulzar con actos de épica sobredimensionada. Es sobre ese aspecto humano donde Hemingway apunta con su dedo acusador.

El autor, sirviéndose de su experiencia personal, obliga a su alter ego literario, el tenente Henry, a vivir de sí. Es un americano que se alista voluntario en el Ejército italiano y es destinado al servicio de ambulancias, quedando al mando de una serie de vehículos y hombres en el frente austríaco. Incluso recibe una herida similar en las piernas y mantiene una relación amorosa con una enfermera, aunque la ficción llega más lejos que la realidad, con un verdadero adiós a las armas.

Ese patetismo es evidente por el solo hecho de que Henry sea postulado a recibir una medalla al valor por ser herido por acción de un obús durante los primeros compases de un ataque, mientras a su alrededor caen heridos y mutilados, cuando no muertos, decenas de soldados anónimos y hasta sus propios subalternos. Henry acababa de cenar con sus hombres y esperaba a que los llamaran para encargarse de los heridos y llevarlos lejos del frente. Es absurdo cuando ni ha visto el rostro sudoroso del enemigo apuntándole.

Otro momento de similar tez sucede cuando, durante el repliegue italiano por carreteras convertidas en barrizales, Henry y los supervivientes de su unidad hacen extraños compañeros de viaje. Si patético resulta ser el juicio sumarísimo que le quieren hacer a Henry junto a otros oficiales al pie de un puente picado por la viruela del reciente fusilamiento del anterior condenado, no menos lo es cuando el protagonista mata a uno de los dos sargentos de ingenieros de su propio ejército o cuando uno de sus hombres es abatido por fuego amigo al ser confundido con un austríaco.

Sí, trágico y oscuro, razón por la que Hemingway empuja a Henry a que huya, deserte y corra hasta los brazos de su enamorada Catherine Barkley, esa enfermera escocesa, rubia y muy bella que conoció antes de ser herido; de esa mujer que dejaría embarazada durante su convalecencia en Milán. Henry, tras vivir su pequeña odisea, se aparta de una guerra que no considera suya y se reencuentra con Catherine para vivir con ella unos meses de felicidad que se apartan y son ajenos a la biografía bélica de Hemingway. La amargura del autor por haber perdido el contacto con esa mujer le lleva a escribir unos capítulos de sosiego cuando se sabe libre del vasallaje que él mismo aceptó y del que hace a su personaje beneficiario, cometiendo un delito que se pagaba con la muerte.

¿Qué pretende Hemingway dar a entender con este último compás? En mi siempre discutible opinión, creo que expresa la futilidad del individuo que se empeña a permanecer ajeno a los conflictos humanos, sobre todo ante la magnitud de la guerra, de la que no puede desvincularse ni pretender de ese modo la libertad y la felicidad. Es como si fuera un caro reproche por pretender ser “suizo” cuando se ha nacido bien lejos de esos valles. Pero, ¿reproche de quién? Puede que de la Parca insatisfecha, que se cobrará, tarde o temprano, la deuda de Henry por seguir con vida (y vaya si lo hará).

Aunque llega a ser una novela un tanto pesada, sus cortos capítulos animan a seguir con la lectura y saber de la suerte de Henry, quien nos narra su propia historia. Muchas de sus pegas se compensan con personajes como el oficial médico Rinaldi y los soldados a las órdenes de Henry, hombres del pueblo llano y vinculados indiciariamente con el movimiento obrero. En ocasiones la misma Catherine Barkley nos cae bastante mal pues es repetitiva, casi plana, aunque sus gestos llegan a granjearse nuestro tardío cariño y adopta una posición de contrapeso del propio Henry, un tipo cínico, un espectador de la tragedia que siempre lleva una botella de vino o vermú a mano. 

No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.