Guardia de cine: reseña a «1984»
Título original: «1984 (Nineteen Eighty-four). 1984. 113 min. RU. Dirección: Michael Radford. Guión: Michael Radford, basándose en la novela de George Orwell). Reparto: John Hurt, Richard Burton, Suzanna Hamilton, Cyril Cusack, Gregor Fisher, James Walker, Andrew Wilde, Shirley Stefox, Phyllis Logan
La película es un espejo en el que se refleja la novela, puede que con demasiada ortodoxia y pureza, pero que no desmerece para que sondeemos en las advertencias y críticas sociales que la ciencia ficción ha estado dirigiendo al mundo desde ese año 1948
La historia que George Orwell narró en su obra cumbre, la novela de futuro especulativo «1984», es de aquellas que se quedan grabadas en el hipocampo. La impresión que me causó aquel “mundo del mañana” entregado a la más demente de las distopías posibles fue brutal en mi, por entonces, imberbe visión global. Aunque no sea con todos los detalles, de forma exhaustiva y hasta la náusea, tengo fresco ese escenario arrojado a las cenizas de una constante guerra entre tres superpotencias dictatoriales que dominan el planeta y que luchan entre sí por unos escasos puntos geográficos considerados como estratégicos, estableciendo frágiles y descabelladas alianzas temporales de dos contra uno. La vida es deprimente, de plena entrega del individuo a un Estado que no vela por su bienestar, pues es un enorme parásito; solo existe el PARTIDO y el odio ultrajante, violento y feraz contra todo aquello que amenaza su estatus: el recuerdo y el pensamiento personales.
Me acuerdo a la perfección de Winston Smith, un hombre gris que colabora en la ardua pero “necesaria” tarea de borrar todo vestigio del Pasado, manipulándolo al antojo del Gran Hermano, que todo lo vigila. Me acuerdo de sus amargos tragos de una ginebra que califica como oleosa, su obstinada variz en la pierna y el cuaderno que compró para ir anotando en él un diario, un crimental imperdonable desde el instante en el que fijó la mirada en el objeto expuesto en el escaparate de una tienda anodina en una calle por donde bajo ninguna condición debería estar merodeando. También recuerdo a Julia, una chica miembro de la virulenta Liga Antisex, pilar de la destrucción del concepto “familia”, que, en el fondo, era muy liberal y capaz de entregar su cuerpo para satisfacer deseos carnales a cambio de alimentos, sin que nunca sepamos a ciencia cierta hasta qué punto era cierto el amor hacia Winston. Y, cómo no, recuerdo bien a O’Brien, ese torturador con el que "se podía hablar" pese a todo y que fue minando y allanando la mente de Winston hasta el terrible final.
Y esos destellos encajan a la perfección con la adaptación de Michael Radford (1984), a quien ni se le olvidaron los golpes de porra en los codos ni esos odiosos niños que no dudaban en denunciar a sus padres como enemigos del Estado y agentes del semita Goldstein, nombre y rostro hacia el que la masa del Partido Exterior debía dirigida su ira y celo en su malsano patriotismo.
La película, que sería el adiós definitivo de Richard Burton con el papel de O’Brien, se esfuerza en centrarse en la faceta “literaria” de la manipulación del individuo, eliminando y amoldando el Pasado para asegurar el Presente y anular el Futuro; impidiéndole, como ente singular, llegar a razonar con lógica cuestiones tan absurdas como el número de dedos que O’Brien muestra a Winston mientras lo tortura. Igualmente se refleja el control total y enfermizo a través de unas pantallas que están siempre en funcionamiento; sin embargo, no está tan bien tratado el empeño estatal en algo que me parece igual de terrible: la mutilación del lenguaje, bien eliminando términos o acuñando híbridos que llevaran a una comunicación casi inexistente, último estadio previo y a largo plazo de una dominación total del individuo: el neolenguaje.
Como la novela, la adaptación cinematográfica es oscura y pesimista (demasiado, pudiendo ser la razón de que no tenga una nota muy alta por parte de los espectadores a la hora de calificarla). No pretende innovar técnicamente respecto al momento en el que fue escrita y publicada por Orwell, desencantado con un Comunismo totalitario como el de Stalin (1948); como mucho se permite la introducción de un helicóptero “burbuja”. Está “anclada” en ese instante en lo visual (todas las escenas de la guerra eterna son extraída de noticiarios de la segunda guerra mundial), manteniendo el metraje una fidelidad asombrosa y a rajatabla que nos arrastrará hasta el Chestnut Café, donde van a parar todos los disidentes reconvertidos tras confesar crímenes que en verdad habían cometido y muchísimos otros inventados por el Partido, a la espera paciente y aceptada del día que el Estado decida eliminarles de los registros tras la actuación del consabido pelotón de fusilamiento.
La película es un espejo en el que se refleja la novela, puede que con demasiada ortodoxia y pureza, pero que no desmerece para que sondeemos en las advertencias y críticas sociales que la ciencia ficción ha estado dirigiendo al mundo desde ese año 1948; a uno que es diferente, con matices más coloridos (y más falsos) que los propios de las distopías literarias, pero que horrorizaría a estos autores si siguieran con vida, pues nos hemos entregado a la incapacidad para crear recuerdos propios gracias a los dispositivos electrónicos e Internet —siendo que éste último actúa como un “cerebro extendido” sometido al peligro de una reconfiguración interesada e insidiosa—, así como a la anulación del lenguaje culto en todos los ámbitos, despuntando aquel medio que se jacta de ser su paladín: la Comunicación informativa.
Ver esta adaptación sin haber tomado contacto con la obra literaria es un error. No haber leído ya «1984» es un error de mayor calibre.
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