Guardia de cine: reseña a «Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald»

Título original: «Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald». 2018. 134 min. RU. Dirección: David Yates. Guión: J. K. Rowling. Reparto: Eddie Redmayne, Jude Law, Katherine Waterston, Johnny Depp, Zöe Kravitz, Ezra Miller, Alison Sudol, Callum Turner, Dan Fogler, Claudia Kim, Ólafur Darri Ólafsson, Kevin Guthrie, Derek Riddell, Ingvar Eggert Sigurdsson, William Nadylam, David Sakurai, Brontis Jodorowsky

Las aventuras de Newt Scamander caen en la tiniebla a una velocidad acelerada y no con la mejor de las órbitas

Siempre me he sentido cómodo en el universo de Harry Potter, más cuando él no sale a la palestra (cosa difícil) y, aún saliendo, cuanto más oscura y tenebrosa es la historia.

Cuando se estrenó «Animales fantásticos y dónde encontrarlos», aquellos que nos hicimos mayores mientras se colgaba la larga serie de carteles con cada una de las adaptaciones a la obra de J. K. Rowling, soñábamos con ese infinito mundo de bronce bruñido y largas bufandas desde una óptica madura, con protagonistas adultos y aventuras que no terminaran de forma cíclica en la enfermería de Hogwarts. Y la primera entrega de las aventuras del magizoólogo Newt Scamander rápidamente se aupó como mi película favorita de entre todo este batiburrillo surgido de la mente y necesidad de una mujer en apuros económicos, por lo que esperaba con cierta impaciencia, que no desespero, esta segunda parte, aún con la certeza de que, comúnmente, segundas partes nunca fueron buenas.

Con la separación cronológica ridícula existente entre las dos narraciones (en comparación con el tiempo que necesitó la producción), volvemos miras de nuevo hacia el malo maloso que escapa del MACUSA en unos primeros minutos de confusión y hasta aburrimiento, pues, como suele suceder, queríamos ver algo más parecido a lo mostrado en la primera película que abre la serie. Acabamos teniendo en las manos una trama que se aleja de la luz, bien, y se introduce con paso firme en la oscuridad, mejor, siguiendo un sendero que nos hará dudar: ¿qué era precisamente lo que estábamos visionando en pantalla? Cuesta dar con la respuesta hasta que toda esa macedonia sin sentido termina encauzándose hacia una lectura ya conocida: la dominación de los magos de sangre pura sobre los sangre sucia y los viles muggles, advirtiéndose que Europa se verá abocada a una nueva guerra mundial. Una dominación por la fuerza, por la vía fácil y dictatorial para alcanzar la paz, la felicidad, mezclado con un toque filomagofascista o comunista (elíjase la cara de la misma moneda que más guste), para encaminar al común hacia una “utopía”, hacia una sociedad donde los problemas quedarán desterrados, siempre que no se salga del redil. Es posible que J. K. Rowling no se inspire solamente en el surgimiento de los movimientos políticos autoritarios que asolaron el continente europeo durante las décadas de 1920-30, época que coincide con la ambientación de estas nuevas películas, sino también en las noticias que abren todos los días las páginas web de cualquier periódico o los titulares del telediario. Los viejos y enfermos extremos se quitan el polvo de encima.

Es innegable que Rowling dota a sus malos malosos (lo mismo me da Voldemort que Grindlewald) del aura de Adolf Hitler. Son personajes con vis atractiva hacia sus figuras, usando la palabra para captar adeptos. Esto que dejo caer es evidente cuando, en esta segunda parte, asistimos a un mitin con el que tratar de convencer a los indecisos ante la necesidad de actuar contra los no mágicos (los subhumanos), quienes, en el mejor de los casos, son bestias de carga.

Con «Animales fantásticos y los crímenes de Grindlewald» se le da una vuelta a la idea y se deja atrás el registro de película familiar; es adulta y se adentra en los entresijos del miedo y la incertidumbre propia del horror a desatar, apuntalado con el terrible secreto de la profecía de los Lestrange, que no deja indiferente a nadie. Es una trama que baila entre el cine negro y el de intriga de espías y político. Decepcionará a aquellos que esperen el sempiterno partidito de quidditch o la pléyade desbordante e imaginativa de animalitos de la primera entrega; aburrida al comienzo, intrigante a renglón seguido, mientras nos infiltramos de nuevo en los pasillos de Hogwarts o del Ministerio francés de Magia.

Al contrario de lo que sucedió con Harry Potter, la inmersión en la oscuridad, representada por Grindlewald, es más acelerada, más urgente, y es que nuestro reloj de adultos corre más rápido que el de los niños. Un cambio radical con el que no me he perdido; tampoco he adolecido la falta de escenas que denunciaron algunos espectadores en las RRSS para poder comprender el argumento y que no se enteraban de esta u otra parte de cierta biografía familiar.

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