Guardia de cine: reseña a «Steamboy»
Título original: «Suchîmubôi». 2004. Japón. Acción, Anime, Aventuras, Ciencia-ficción, Fantasía. Dirección: Katsuhiro Otomo. Guión: Sadayuki Murai, Katsuhiro Otomo
Otomo plantea un interesante debate: ¿debemos permitir el avance de la Ciencia a través de los estudios militares para beneficio global a posteriori, o éste siempre ha de ser pacífico, aún cuando quedaría casi inerte? Una película de steampunk, con mucha acción, pero, no por ello, bastante tediosa
Descrita en su sinopsis como la película de anime más cara de la Historia (supongo que hasta su fecha de lanzamiento), «Steamboy» supuso una de las obras más ambiciosas de Katsuhiro Otomo, el creador de «Akira», quien dejó aparcado el ciberpunk y se entregó en cuerpo y alma a un relato ambientado dos siglos atrás, remozándose en el subgénero de la ciencia-ficción que gusta desarrollar durante los años 1800, donde la revolución del vapor consigue que la Humanidad se adelante tecnológicamente hablando incluso a nuestra era actual: el steampunk.
Como podéis comprobar, el propio título no lleva a equívocos.
Su producción supuso una inversión de 22 millones de dólares y se alargó durante diez años de arduo trabajo en los que Otomo exigió a sus ilustradores llegar mucho más allá de los límites concebidos, extremo que se comprueba gracias al detalle puntilloso de los fondos, no solo aquellos cubiertos por miles de conductos y tuberías del interior de la torre Steam, sino de la composición física, edificio a edificio, del Londres victoriano. Un espectáculo abrumador, exagerado, para una narración que pretende discurrir sobre las líneas rojas de la Ciencia y su desarrollo. Otomo critica el avance científico-social a través de un peaje: la guerra. La postura antibelicista de Otomo ya fue trasladada a los cuentos que componen «Memories», pero esta vez no logra asentar una postura crítica real sobre los beneficios de origen militar que hoy disfrutamos: desde las latas de conserva al Internet, sistema a través del cual os llegan estas palabras; ingenios que cubrían necesidades bélicos y que ahora disfrutamos como civiles.
El otro punto en discordia es el que pretende dar freno a este avance, personificado por el profesor Lloyd Steam, quien se enfrenta a su hijo Edward, un lacayo de la Fundación O’Hara y un hombre-máquina cubierto de implantes y prótesis que le permiten fundirse con la torre, lo cual es guiño a la deshumanización que es consecuencia de la tecnología actual.
Dos bandos, pero, ¿la postura del viejo profesor Steam es preferible a la de Edward y la Fundación O’Hara, abogando por un desarrollo lento o inerte de la Ciencia, pero pacífico? Yo no soy capaz de dar una respuesta satisfactoria, pues, como seguramente lo haréis vosotros, sé que disfrutamos de estos lujos gracias a sufrimiento de desconocidos; incluso de paz, desterrando esa misma guerra a fronteras lejanas.
Entre ambos queda Ray, hijo y nieto de los dos inventores Steam, quien lleva la ingeniería en las venas y que, un buen día, recibe de su abuelo una extraña esfera con un líquido de alta presión que ha de ser entregado al científico Robert Stephenson (personaje real que impulsó la implantación del ferrocarril), momento en el que dan comienzo a sus aventuras, pues la Fundación O’Hara pretende recuperar ese objeto para instalarlo en la torre Steam, preparada para una demostración práctica durante la Exposición Universal de Londres.
Ray va pasando de mano en mano, tironeado de un lado para otro por culpa de una lucha de lealtades hacia su padre y hacia su abuelo: ¿un desarrollo voraz de la Ciencia u otro tranquilo, lejos de los humos de la guerra? Pero incluso los que parecen buenos en la cinta, al servicio de la reina Victoria, pasan a ser enemigos, corrompidos por el poder del globo Steam. Todo esto mientras la Fundación O’Hara declara una pequeña guerra al Imperio británico en los jardines de la Exposición Universal de Londres, con el despliegue, a modo de exhibición, de un armamento para nada descabellado.
La película, en términos generales, es ambiciosa a nivel narrativo y técnico, pero es tediosa. Necesité de dos intentos para terminarla. La primera vez solo llegué hasta la mitad y quedó en reserva durante meses, hasta que me animé por no tener otra cosa mejor que ver. A pesar de su acción, casi a raudales, supone un agotador esfuerzo incluso para los ojos del espectador, quien apenas ve nada del interior de la torre Steam, más allá de un conglomerado de piezas que debe todo a «Akira» (como el diseño de personajes), mientras Ray llega a convertirse en una especie de rocketeer decimonónico con poca gracia, acompañado del brazo de la odiosa Scarlett, la joven heredera de la Fundación O’Hara.
Hay incluso a quien no le ha importado mucho las gansadas históricas de Otomo, retrasando la Exposición Universal de Londres hasta un década o adelantando mucho más la construcción del puente de la Torre sobre el Támesis o los diseños de los navíos que se muestran y exageran en la cinta. Pero a mí sí me ha importado, pues son detalles innecesarios y confusos y durante buena parte del metraje no sabemos con exactitud hasta qué punto ha afectado el steampunk al universo que se muestra. Confusión y desbarajuste que pretendía, y a los títulos de crédito de cierre me remito, continuar en el futuro respondiendo a preguntas tales como la de quién de los dos profesores Steam se salvó de la ruina de su torre y a qué se enfrentará el joven Ray en el futuro, siendo arrastrado a cielos en llamas y guerras industrializadas; un futuro probable que pudiera haber sido explotado como franquicia, pero del que no he encontrado rastro.
La valoración general de «Steamboy» fluctúa entre el aprobado alto y el notable, según consultemos qué página especializada de cine en general y de anime en particular. Yo, por mi parte, me quedo con lo dicho, lamentándome aún de haberla comprado, tanto que incluso estuve tentado, tras la primera intentona, de deshacerme de ella en una conocida red de tiendas de segunda mano.
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