Guardia de televisión: reseña a la tercera temporada de «Solo asesinatos en el edificio» (2023)
Entre aciertos brillantes y viejos tos, la tercera temporada de Solo asesinatos en el edificio confirma por qué esta comedia criminal sigue siendo uno de los títulos más queridos de la televisión actual
Para oxigenar y dar desarrollo a esta nueva historia, los guionistas decidieron romper las vetustas paredes del granítico Arconia. Una decisión que para muchos fue un error mayúsculo, pero que en mi opinión resulta un acierto: la fórmula del “vecino asesino-asesinado” dentro de los pasillos de ese microcosmos neoyorquino empezaba a resultar asfixiante. En esta ocasión, la trama se traslada al mundo del teatro de Broadway, con Oliver al frente de una nueva producción que supone su regreso a los escenarios tras años de ostracismo. El giro no está exento de dramatismo: la estrella principal de la obra se convierte en víctima de un asesinato, aunque —para no traicionar la esencia de la serie— su muerte ocurre en el propio Arconia, tras caer por el hueco del ascensor durante la peculiar fiesta de estreno de El último estertor.
Otro de los grandes aciertos de la temporada es que se profundiza en la vida personal del trío protagonista, al tiempo que se suman secundarios de lujo. Meryl Streep brilla con luz propia en un papel que encarna con la naturalidad que la caracteriza, mientras que Paul Rudd —nuestro querido “Señor Sin Pelotas”— aporta frescura aunque, inevitablemente, queda eclipsado por la presencia de Streep. Ambos enriquecen una trama más compleja en apariencia, salpicada de detalles entre bambalinas que amplían el universo narrativo.
No obstante, esta tercera temporada arrastra los mismos problemas que las anteriores. No me detendré en lo inverosímil de la resolución final del caso —un recurso habitual, aunque esta vez algo más contenido—, sino en el uso de subtramas que no llevan a ningún lugar y en la incorporación de personajes cuya función narrativa es poco menos que anecdótica. Ejemplos claros son la fugaz aparición de Matthew Broderick, que se limita a un guiño humorístico, o la subtrama de Cinda Canning tentando a Mabel para que se una a su podcast, resuelta en apenas un chasquido de dedos. Tampoco ayuda que las parejas sentimentales de Mabel duren lo mismo que una temporada: aparecen y desaparecen sin mayor impacto.
Quizá la raíz de estos defectos esté en el propio formato: diez episodios de apenas treinta minutos obligan a elegir entre profundidad y ligereza, y la serie siempre opta por la segunda.
Con todo, el argumento encierra un trasfondo netamente humano, centrado en lo que los personajes son capaces de hacer por lo que aman y, sobre todo, por quienes aman. Esa es, en última instancia, la fibra emocional que sostiene la historia.
El cierre del octavo capítulo repite la fórmula de la primera temporada: un nuevo cadáver aparece en el Arconia, esta vez en el apartamento de Charles, dejando servido el misterio para la siguiente entrega.

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