Guardia de literatura: reseña de «En el país de los espías», de Mick Herron

Título original: Joe Country
Traducción: Antonio Padilla
Esteban
Penguin Randon House
Grupo Editorial, Barcelona
Black Salamandra
Primera edición: septiembre de 
2024
ISBN: 978-84-19456-64-9
369 páginas

En el país de los espías, sexta entrega de la saga de la Casa de la Ciénaga, confirma que incluso Mick Herron puede perder el pulso narrativo

Aunque las solapas rezumen elogios dirigidos a Mick Herron, esta sexta entrega de la saga de Jackson Lamb —o de la Casa de la Ciénaga— es, sin duda, la más aburrida y decepcionante de todas, dotada de una historia absurda que no tiene ni pies ni cabeza.

Todo parece girar en torno al funeral y entierro de David Cartwright, el abuelo de River. El Viejo Cabrón descansa por fin en paz, no sin amenazar con que sus fuegos fatuos sigan inquietando a más de uno. A la cita acude la hija pródiga, Isobel, y también aparece Frank Harness, lo que provoca otro numerito de nuestro “caballo lento” favorito.

Mientras tanto, Louisa Guy descubre que Lucas, el hijo mayor de Min Harper, ha desaparecido. La madre del chico recurre a ella en busca de ayuda, apelando a que Louisa es espía y fue compañera de Min, tanto en el trabajo como fuera de él.

Sabemos que los caballos lentos volverán a resolver una situación límite, salvando traseros ajenos, pero como siempre con más torpeza que profesionalidad.

Por descabellado que parezca, Frank Harness y Lucas Harper están relacionados: el chico, durante uno de sus trabajos temporales de estudiante, presenció algo que no debía ver y pretende sacar tajada con un chantaje a la persona equivocada. Se contrata a cuatro mercenarios para asesinarlo discretamente, todo por un secreto que, en realidad, no justificaría más de quince minutos en un tabloide amarillista (Herron, eso no se sostiene). Pero sirve de excusa al autor para cargarse a varios personajes que apenas habían sobrevivido entre una y dos novelas.

Herron elimina viejos personajes e introduce nuevos. En esta ocasión, el analista Lech Wicinski llega a la Casa de la Ciénaga tras hallarse pornografía ilegal en su ordenador de trabajo, un planteamiento inverosímil desde el primer momento. Pronto queda claro que la acusación se debe a que Wicinski consultó un nombre en rojo durante un análisis, lo que desencadena una investigación por pedofilia. A mi juicio, esto equivale a iluminar con un reflector antiaéreo la identidad secreta que supuestamente se debía proteger. Si la trama de Lucas Harper es absurda, la de Wicinski no se queda atrás.

Como relleno, Herron introduce un supuesto desastre personal para Catherine Standish, que se resuelve de un plumazo sin mayor sentido. Jackson Lamb apenas aparece, relegado a una anécdota con un fantasma del pasado que se liquida en una conversación de restaurante.

El autor exprime un limón ya seco incluso con Diana Taverner, quien, tras la caída de Claude Whelan, asciende a la dirección de la Primera Mesa para repetir las mismas chiquilladas que hacía en la Segunda.

De todas las novelas de la saga, En el país de los espías es la única que deseaba terminar cuanto antes y cerrar para olvidarla. Lo único salvable es el gancho final: Peter Judd amenazando con regresar a la política como adalid de los servicios privados de seguridad, y Roderick Ho advirtiendo a Lamb —y a quien quiera escucharlo— de que algo extraño ocurre con sus fichas en el MI5, lo que apunta a ser el primer movimiento de Diana Taverner en su aún secreto plan para la Casa de la Ciénaga.

A pesar de los guiños de la prensa especializada, En el país de los espías no está mejor escrita que sus antecesoras. Herron insiste en la misma fórmula, y ya cansa su empeño en guiarnos una y otra vez por los recovecos mohosos del edificio de la Casa de la Ciénaga. Lo ha hecho mil veces. Igual de tedioso resulta el recurso meteorológico: esta vez la nieve, convertida en un personaje prescindible que no deja de caer durante toda la novela.

Con la adaptación televisiva de esta sexta parte, los guionistas van a sudar sangre.


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