Guardia de cine: reseña a «Mad Max: salvajes de autopista» (1979)
Título original: Mad Max. 1979. 90 min. Australia. George Miller. Guión: James McCausland, George Miller. Reparto: Mel Gibson, Joanne Samuel, Steve Bisley, Hugh Keays-Byrne, Roger Ward, Time Burns, Geoff Parry, Sheila Florencee. Música: Brian May
Una obra de bajo presupuesto que inició una de las sagas cinematográficas más conocidas de la Historia
La insalvable necesidad de ajustarse a un presupuesto mínimo hizo que lo que podía haber sido un western crepuscular destinado al olvido se convirtiera en la piedra fundacional de la saga distópica por excelencia del cine moderno. Resultaba más barato comprar y destrozar automóviles que alquilar caballos, aunque hoy se insista en que la idea original siempre fue filmar una historia postapocalíptica con coches. Sea como fuere, el mito nació del ingenio y la precariedad.
Vista con distancia, Mad Max recoge todos los elementos propios del western polvoriento y violento de los años setenta —tan cercano a la estética del spaghetti western italiano—, pero trasladados a un futuro inquietante. La mayor perturbación proviene precisamente de ese desplazamiento temporal: la película habla de un mundo que se derrumba, reducido a un desguace de vehículos y de seres humanos, lo que más tarde se acuñaría como “el Colapso”. Hay escasez de combustible, economías que se hunden tan rápido como la autoridad policial y una sociedad que se entrega a la resignación y a la complicidad. Si la civilización ha fracasado, ¿por qué seguir sometiéndose a reglas y a un orden inexistente?
En este escenario, Max Rockatansky es un patrullero de la Fuerza Central, unidad especial de carretera encargada de contener a los nuevos forajidos. Es el “Mad Max” del título, el Loco Max, aunque, paradójicamente, sea el único empeñado en mantener la cordura en un entorno enloquecido. El título, sin embargo, no se refiere únicamente a él, sino a todo lo que captura la cámara de George Miller. No en vano, se ha llegado a traducir como Locura al máximo: casi todos los personajes parecen afectados por algún grado de insania, reflejada en diálogos, comportamientos o decisiones que desafían cualquier lógica.
La trama arranca con una espectacular persecución: el Jinete Nocturno, un motorista fuera de sí, asesina a un agente y roba un vehículo especial de la policía. Como dicta la lógica de un western de motores en lugar de revólveres, la persecución culmina en su muerte. La banda a la que pertenecía, liderada por el psicótico Cortauñas, emprende entonces una espiral de venganza contra una fuerza policial cada vez más debilitada y un sistema de justicia incapaz de sostenerse (un eco inquietantemente actual). El Jinete Nocturno no es el único “rarito”: toda la banda está formada por inadaptados y perturbados, desde el brutal Cortauñas hasta el inquietante Johnny el Niño, pasando por Baba Zanetti, un segundo al mando más cercano al autismo que a la psicopatía. Incluso los policías muestran reacciones erráticas, sumidos en un entorno donde la razón ya no sirve de nada.
La violencia que desatan estos personajes remite inevitablemente a La naranja mecánica: brutal, arbitraria, casi estética en su anarquía. Algunas secuencias resultan tan perturbadoras como hipnóticas, como la persecución de la mujer de Max en el bosque, filmada con un hilarismo inquietante.
A medida que el relato avanza, Max comprende que el mundo que conocía se desmorona sin remedio. Su resistencia a aceptar esa locura lo convierte en un ingenuo, porque no hay refugio posible: tarde o temprano, el entorno lo arrastrará consigo. La pérdida brutal y traumática de su familia lo precipita hacia la transformación: el hombre cuerdo se convierte, por fin, en un salvaje más.
De toda la saga, esta primera entrega es la única que se apoya en escenarios reconocibles: carreteras asfaltadas, edificios semiderruidos, uniformes policiales, restos de autoridad. Esa familiaridad refuerza la incomodidad del espectador: no hay fantasía postapocalíptica aún, sino un mundo reconocible que se va pudriendo desde dentro. Y precisamente en esa proximidad radica su mayor poder perturbador.

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