Guardia de cómic: reseña a «Las calles de arena», de Paco Roca
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Astiberri Ediciones, Bilbao 2009 3ª edición Prólogo de Juan Manuel Díez de Guereñu ISBN: 978-84-96815-91-9 102 páginas |
No hay razón para temer equivocarse al afirmar que Paco Roca es el autor de cómic español más prolífico y ecléctico de nuestro panorama actual. Encargándose casi en un 100 % de la labor de gestación y alumbramiento de sus obras, Roca lleva décadas ofreciéndonos historias personales y divertidas, pero también otras de profundo corte histórico y bien documentadas. Desde la perspectiva de estar siempre enfundado en un pijama, nos ha revelado su alma mientras publicaba títulos tan rotundos como Los surcos del azar o El invierno del dibujante, sin dejar de lado los relatos más sinuosos como este Las calles de arena, donde me he dejado varar.
Entre los vericuetos de ladrillos, en un verdadero laberinto urbano, los más entendidos han sabido hallar ecos y homenajes a Poe, Kafka, Borges o Melville (y seguro que a otros tantos), en lo que se considera un cómic literario en toda su extensión.
El álbum cayó en mis manos por una casualidad que me resulta tedioso narrar ahora. Pero no puedo evitar explicar por qué caí sin remedio en sus páginas llenas de imposibles y realismo mágico, donde cualquier cosa puede pasar de rutinaria a extraordinaria para el protagonista: el último recién llegado a las calles de arena. Un personaje sin nombre, porque el señor Doppelgänger le ha robado la identidad; por eso se le conocerá simplemente como el Hombre sin Nombre.
Este Hombre sin Nombre —que se me antoja un alter ego de Paco Roca— llega tarde al banco, donde le espera María, su pareja, para firmar unos dichosos papeles que los hipotecarán de por vida en la compra de una casa. Es un soñador que se ensimisma con facilidad entre las estanterías de una tienda de cómics o se deja arrastrar por los amigos en torno a una última cerveza, huyendo así de las anclas de una vida real, monótona y seria.
Para llegar a tiempo (aunque ya llega demasiado tarde), decide atajar por el Barrio Viejo. Así se interna por sus calles, cargando con una figura a tamaño real de Corto Maltés —regalo decorativo para la nueva casa—. Se interna y se pierde, como era de esperar, en ese desierto laberíntico de casas construidas con desdén calculado y capricho matemático.
Cae la noche y solo encuentra refugio en el Hotel La Torre, un edificio exageradamente alto (tanto que llega hasta la Luna, literalmente), con un sinfín de habitaciones y unos particulares huéspedes y personal. A ellos se suman otros personajes que viven en los aledaños: la señora Esther, gerente que solo quiere tener un día libre y encontrar a un hombre que la haga vivir lo mismo que la protagonista de Memorias de África; el señor Rueda, encargado del mantenimiento de las calderas del hotel, enamorado en secreto de la señora Esther; el señor Soto, que vive para morirse y pasa los días dentro de un ataúd; el señor Ignacio, que lleva treinta años intentando salir del barrio y solo hace y deshace su mochila, temiendo siempre haberse dejado algo atrás; el señor Rosendo de los Vientos, cartógrafo agorafóbico que hace mapas del barrio a escala 1:1, de quien Esther está enamorada sin haberlo visto jamás; el señor Piedra, viudo experto en clonación, que trata una y otra vez de recrear a su difunta esposa a partir de una muestra de cabello, aunque ninguno de los clones se enamora de él; el conde Diógenes, vampiro que guarda recuerdos materiales de todas sus vivencias y retratos de sí mismo a lo largo de trescientos años; o Blanca, posible clon o descendiente de clon de la mujer del señor Piedra, cartera del barrio, que reparte cartas que ella misma escribe por sentirse sola, y hacia quien el Hombre sin Nombre siente una atracción o afinidad.
Lo más descabellado de todo es la imposibilidad de los personajes para abandonar ese barrio que los atrapó un día ya olvidado. El Hombre sin Nombre ha de salir antes de que lo haga el señor Doppelgänger y este se quede definitivamente con su identidad y su vida. Sin embargo, ¿realmente desea volver al mundo real?
El lector se siente cómodo entre las páginas que traza Roca, con su hábil y ya familiar estilo. Nos va envolviendo en una historia de aparente y total sinsentido, cuyo único aspecto negativo, en mi opinión, es la precipitación del tercio final: el protagonista tiene un sueño que desencadena una reacción en cadena que transforma la visión vital de todos los personajes, provocando que den un paso adelante —o más de uno—, incluso para salir de ese barrio cuyo destino parecía sellado. Es un giro lógico y necesario, sobre todo para que el Hombre sin Nombre dé su propio paso (sin alejarse un milímetro de la Luna), pero no parece del todo bien resuelto, como si el autor se viera obligado a cerrar de forma apresurada lo que hasta entonces había fluido con exquisita cadencia.
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