Guardia de cine: reseña a «Un trabajo en Italia» (1969)

Título original: «The Italian Job». 1969. 100 min. RU. Dirección: Peter Collinson. Guion: Troy Kennedy-Martin. Reparto: Michael Caine, Noël Coward, Benny Hill, Raf Vallone, Tony Beckley, Rossan Brazzi, Margaret Blye, Irene Handl, John le Mesurier, Fred Emney, Robert Powell

«Un trabajo en Italia» es un filme simpático y elegante, y un patio de juegos para Michael Caine

«Un trabajo en Italia» o, como algunos siempre la habíamos conocido desde niños: “la película donde los coches bajan por las escaleras”. Sí, con lo fácil que era aprenderse el título real, ¿verdad?, pero la mente infantil va a otro ritmo y, a buen seguro, no fuimos los únicos en este globito nuestro.

«Un trabajo en Italia» es un filme simpático y elegante, y un patio de juegos para Michael Caine, quien funde en uno algunos de sus anteriores papeles para crear una suerte de James Bond de los bajos fondos con un humor y una mala leche muy particulares: Charlie Croket. A título mortis causa, Croket recibe como herencia un plan perfecto para robar un furgón blindado con tres millones de dólares en oro bien custodiados en su barriga metálica. Un plan para el que necesita una buena financiación, no habiendo nada mejor que acudir al Sr. Bridger.

Croket, tras recuperar la libertad, un ropero completo de trajes de sastrería y su Aston Martin descapotable, previo desempolvo sexual por los bajos de no pocas féminas, entres solteras y viudas, realizará una visita intempestiva al Sr. Bridger, cúspide de la pirámide del hampa británica, quien gasta los días cumpliendo prisión en una cárcel de la que parece más su alcaide que un recluso, más bien un rey, y en una celda de paredes recubiertas con fotografías de gran formato de la reina Isabel II.

Con este tal Bridger nos vamos haciendo una idea de uno de los guiños más chistosos de la historia, pues no deja de ser un desplante a la inglesa a la Europa continental, donde está esa comunidad económica, ese club al que De Gaulle había atrancado las puertas a los británicos. Un desplante a lo Union Jack, de flema, té y cierta superioridad que no habría sido bien encajado si la narrativa se hubiera desarrollado en Francia, por lo que se optó más inteligentemente por Italia y, más en concreto, por Turín.

La película, como os anticipé, es simpática y, por tanto, muy divertida, aún sin tener que estar el respetable fogueado en el tan traído humor inglés, pero su montaje encierra un exceso de callejones sin salida, no digamos ya con su decepcionante final, con una escena que nos privó de saber si se alcanzó el éxito o no en la empresa, siendo su inclusión (así como su tensión) de dudosa necesidad para la narración.

Uno de estos flecos que me gustaría comentar se centra en el papel de la Mafia italiana (con el rostro hierático de Raf Vallone en vanguardia), obcecada en impedir que los ingleses, como antaño, hicieran en territorio ajeno lo que les viniera en gana: en esta ocasión, robar tres millones de dólares en oro en un intercambio comercial entre Italia y China. Una mafia de trajes negros y sombrero de fieltro que estaba llamada a ser algo mucho más que un mero apunte pero que —aparte de la dolorosa (para mi corazón), obsesión por cargarse coches de lujo a golpe de pala excavadora y abismo alpino (un Ferrari, un Aston Martin (sustituido para la escena por un Lancia Flavia) y dos Jaguar (que espero que todos fueran maquetas a tamaño real, incluidos los cinco Mini destrozados)),—, se va diluyendo como un fantasma adormecido, hasta no pintar nada. Tanto es así que, si quitamos a los mafiosos de la ecuación, la historia habría funcionado igual.

Otros flecos los encontramos en ciertos personales, como el de Lorna, la digamos novia de Croker, quien iba a participar del atraco, pero que es enviada a Londres, vía avión y urgente, por su seguridad tras el primer encontronazo con los mafiosos. O el del profesor Simon Peach, interpretado por el siempre genial y añorado Benny Hill, quien apenas tiene tiempo para un par de muecas y darse un atracón con un culo bien gordo (a todo ello, ¿cómo sale de la comisaría tras su detención?). No entiendo porqué se escribió un personaje cuyo único cometido, a fin de cuentas, era cambiar una bobina de datos del ordenador de tráfico de Turín en una escena que no dura apenas un par de minutos.

A todo ello, está la inverosimilitud no del plan, sino del inocente convoy de transporte de tres millones de dólares en oro de 1969, que no era poca pasta. Un convoy con cuatro motos, un todoterreno militar y una tanqueta antidisturbios, que se mete en medio del fregado del tráfico turinés sin control a pie de calle ni una mayor protección armada. Es más, no sé cómo no les atracaron antes, sobre todo cuando se nos susurra que es un convoy que se realiza varias veces al año.

Para terminar, y siguiendo la estela de la superioridad flemática inglesa, bien podríamos equivocarnos y soltar el siguiente exabrupto: “esta película es un anuncio encubierto de la BMC para vender más Mini Cooper, como si no tuvieran suficiente publicidad…”. La verdad es que yo lo pensé en su día y también cuando revisioné la cinta, pero me he topado con el apunte en IMDB de que la BMC se negó a donar vehículo alguno para la producción. Es más, todos los vehículos que se ven, con independencia de marca, los puso la FIAT, de ahí el agradecimiento expreso a la empresa de automóviles en los títulos de crédito finales.

Por lo demás, lo dicho. No os vais a aburrir para nada con esta ventana panorámica a un 1969 donde Michael Caine luce más elegante que nunca, y que hará las delicias de aquellos que quieran volver a pasar un buen rato con un todo un clásico del Cine.


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