Guardia de cine: reseña a «P-51 Dragon Fighter» (2014)

Título original: «P-51 Dragon Fighter». 2014. 85 min. EEUU. Dirección: Mark Atkins. Guion: Mart Atkins. Reparto: Scott Martin, Stephanie Beran, Ross Brooks, Ozman Sirgood, Robert Pike Daniel, Thom Rachford, Clint Glenn Hummel, Trey McCurley, Madison Boyd, Ian Roberts

Un despropósito o indecencia cinematográfica en la que se mezclan aviones de la segunda guerra mundial y dragones resucitados en los desiertos del Norte de África

Serie B, Z, “petazetas”… No existe letra en el abecedario para calificar esta película de pobrísima factura que pretendía ser de acción y terminó, sin pretenderlo, en comedia absurda. Por ello, ando de un lado para el otro con la corona, indeciso: ¿sobre qué testa colocarla? A ver, si el argumento es malo, a la altura y disputándose el mérito negativo están la dirección, los actores (sin excepción), y los efectos especiales.

La cinta nos quiere trasladar a la segunda guerra mundial. Los nazis, en su eterna búsqueda de objetos y artefactos del Pasado, dan con una nueva wunderwaffen muy alejada del fruto normal de la ingeniería: una criatura criptozoológica controlable gracias a las mentes telepáticas de un reducido aquelarre de brujas arias. Es un parto ver dragones con cruces de hierro y gamadas en las alas, más aún que se los pretenda emplear para aplastar a los Aliados en el Norte de África.

Para neutralizar esta insospechada amenaza, se reúne en un escuadrón a lo peorcito de las Fuerzas aéreas, ya sabéis: los típicos caraduras aficionados a meterse en problemas y en consejos de guerra, a los que se les concederá el premio de pilotar unos cazabombarderos P-51 recién salidos de la cadena de montaje. El plan aliado no puede ser más chapuza, como si diez tíos en sus carlingas bastaran pasa salvar el trasero de todos (o como en la acción final, en la que tres mal contados efectivos del LRDG se sobran a sí mismos).

Bueno… Dragones, fuego y un final feliz con el protagonista (como siempre, único superviviente de una acción suicida), dándose el lote con la enfermera a la que engarzará anillo y cargará con unos cuantos bebés, tras haber reducido a las criaturas y a los nazis a cenizas para el compost. Y, encima, nos meten de por medio a Erwin Rommel, quien nunca se habrá removido tanto en su tumba como para esta ocasión cinematográfica.

Desconozco el total de dinero empeñado en esta producción por la simple razón de que no quiero consultar el IMDB para esto, pero debió ser ínfimo, pues los detalles y trucos para no gastar de más son constantes y bochornosos, como si los responsables se hubieran contentado con regurgitar su historia sin aportar ingenio alguno. Las escenas de los pilotos en sus carlingas son para morirse tras arrancarse los ojos. Los efectos especiales digitales son de tal calidad que parecen que han sido contratados al sobrino de quince años de alguien para que dejara de lado y por un momento los chat, los vídeos porno y las zambombas. El material de atrezo parece de función escolar, y risible es la forma de mostrar vehículos en el set de rodaje (dos jeeps que dudo mucho que fueran de la época, ni un solo P-51 real o un blindado alemán del que solo se le ve la oruga).

Claro, con todo esto habrá entre vosotros quien me pregunte cómo y porqué he aguantado la hora y ni media de duración de este despropósito. Y le contesto: fácil, porque no me paré de reír. Si esa era la intención del director, productores y guionistas, enhorabuena: ha sido un éxito rotundo.


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