Reseña a «El niño y la bestia»
Título original: «Bakemono no ko». 2015. Japón. Anime de acción. 1 h. y 59 min. Dirección: Mamoru Hosoda. Guión: Mamoru Hosoda. Chukyo TV Broadcasting Company, DN Dream Partners, Dentsu See
Un aplaudido anime dirigido por Mamoru Hosoda con no pocos paralelismos con «El viaje de Chihiro» de Hayao Miyazaki
La inclusión de adolescentes en una trama argumental siempre da pie para tratar, con acierto o fallo y por enésima vez, el conflicto de estos con la sociedad y su familia. Resulta aborrecible contemplar reinterpretaciones de lo mismo, pero la variedad de paisajes, en constante transformación, permiten que el calidoscopio cargue las viejas historias con matices inéditos.
Cuando en 2015 se estrenó en las salas cinematográficas el anime «El niño y la bestia», sin llegar más allá de la epidermis de un trailer, cualquier occidental sentenciaría que estábamos de ante “otra fumada” nipona, una mezcolanza imposible y forzada que atentaba contra la susceptibilidad del espectador medio. ¿En serio que a alguien se le había ocurrido llevar a la pantalla a una cohorte de animales antropomorfos que interactuaban con humanos? Aquello sonaba risible. Sin embargo, el filme de Mamoru Hosoda comenzó a sonar con insistencia más allá de los círculos Otaku europeos y americanos, pues Hosoda es considerado como uno de los legítimos sucesores de Hayao Miyazaki por la calidad y la fantasía que impregna a sus obras, en las que ha tratado de temas tales como la convivencia, la tolerancia, la imaginación y la naturaleza (véase «Wolf children», entre otras). Y cuando sientes la satisfacción de haber visionado «El niño y la bestia», un rostro conocido se asoma desde la ventana del televisor; ahí está el fundador del Studio Ghibli guiñándonos el ojo. Imposible estirar los brazos lo suficiente para frenar el alud que se echa encima de uno, cargado de imágenes arañadas de «El viaje de Chihiro» y que forma una conclusión de barro endurecido: la película de Mamoru Hosoda tiene muy poco de original, aún cuando la obra cumbre de Miyazaki, con la que accedió al Olimpo cinematográfico, mama directamente de las ubres de «Alicia en el País de las Maravillas», de Lewis Carroll.
Los paralelismos entre ambos animes son innegables, siendo que Hosoda apenas se aparta de la senda ya marcada sobre el terreno, lo cual no debe interpretarse de forma equivocada: «El niño y la bestia» merece la pena ser disfrutada y no me parece tampoco un plagio topmantero. Pero los detalles capitales son considerables en número: tanto Chihiro como Ren son niños temperamentales e impertinentes que se ven solos, accediendo de forma fortuita a un mundo mágico y paralelo a través de un túnel. Al otro lado serán considerados como seres extraños y deberán aprender las reglas y a convivir y a hacerse fuertes. En el balneario de Yubaba o en Jutengai serán acogidos por distintos personajes, cada cual enarbolando una virtud o defecto, que pasarán a formar parte de su familia, siendo que la presencia de ambos humanos llevan a que éstos cambien o mejoren (el dragón Haku y la bestia Kumatetsu (que parece rescatada de «Meitantei Holmes»… vaya, Miyazaki de nuevo por aquí…)). Y la cosa no se detiene ahí, pues tanto Chihiro como Ren reciben otro nombre en la “dimensión mágica” (Sen y Kyuta respectivamente) y se enfrentan a un ser que ha generado una maldad ilimitada al acceder a un plano que no le corresponde (el Sin Cara en la casa de baños e Ichirohiko, un humano adoptado de bebé por una bestia). Incluso hay un cordel rojo (de pelo para Chihiro y de muñeca para Ren).
La lectura de crecimiento personal, de transformación, es sustancial a ambas obras y si te encanta «El viaje de Chihiro», puede que consideres «El niño y la bestia» una historia de menor empaque o no. La cinta de Hosoda se adhiere a no pocos postulados clásicos que enarbola el Studio Ghibli desde que diera los primeros pasos, como son la familia, el sacrificio y el amor; pero trata de centrarse en la etapa de la adolescencia para dar sentido a la convivencia filiar y al valor de dicha unidad (la joven Kaede es la plasmación del mal endémico actual de la sociedad nipona: el aislamiento y separación entre padres e hijos), así como de la entrega personal para mejorarse a uno mismo y a los demás y que la gente que te quiere estará siempre contigo, aunque ya no estén en el plano físico.
Lo interesante de este guión, si nos desprendemos de la pátina pegajosa que nos ha dejado en los dedos las anteriores notas, es la relación con la obra de Herman Melville «Moby Dick», rodeando el conflicto entre Kyuta e Ichirohiro, aunque no se dibuja para el espectador el detonante de las tinieblas en el corazón del humano disfrazado de bestia y de su exacerbado odio hacia el discípulo de Kumatetsu, más allá de un sentimiento de confusión de un adolescente. Ahí flojea si se analiza con detenimiento y le damos la justa importancia a la impresionante ballena que “nada” por el barrio de Shibuya.
Otro punto negativo es el mundo de las bestias en sí, soso y sin vistosidad alguna. Salvo por los encuentros con los venerables de otros países distantes a Jutengai, recorrerlo carece de todo interés y atractivo; no hay magia alguna y Hosoda deriva todos los esfuerzos ilustrativos a trazar las líneas rectas y brillantes del Tokio nocturno. No se aprecia un tinte distintivo fantástico en el mundo paralelo que permita al espectador recrearse como en la ya mencionada por enésima vez «El viaje de Chihiro» o la saga de «Harry Potter».
El final de la cinta, predecible, es de comer perdices, con un Ren-Kyuta que encuentra su lugar en el mundo de los humanos, con una familia al reencontrarse con su padre; al igual que Chihiro, ha encontrado un sentido y una meta tras haber fortalecido su espíritu en todos los sentidos, con un corazón de bestia, puro e incorruptible a los males endogámicos de la humanidad, latiendo con brío; se reconcilia con la vida.
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