Reseña a «A Silent Voice»

Título original: «Koe no katachi». 2016. Japón. Anime: drama. 130 min. Dirección: Naoko Yamada. Guión: Reiko Yoshida, basándose en el manga original de Yoshitoki Oima. ABC Animation, Kodansha, Kyoto Animation

Un anime que es mucho más que una película sobre el acoso escolar: es una narración sobre la comunicación y contra las ideas preconcebidas, el aislamiento social y el suicidio como vía de escape a los problemas personales

Ésta va a ser una reseña nada fácil de escribir debido a la complejidad emocional de la trama de A Silent Voice, mucho más intrincada que aquellas a las que estamos acostumbrados a contemplar y disfrutar. La premisa parece simple: el acoso escolar o, de forma más “molona” para nuestros paladares, “bullying”; pero la cinta encierra una radiografía social y juvenil que rompe esa barrera sobre la que pivota.

La sinopsis presenta a Ishida Shôya, un chaval problemático que encuentra otra forma mejor de dejar de aburrirse en clase que acosar a Nishimiya Shoko, la chica nueva de su curso quien, además, es sorda. Las humillaciones y vejaciones van a más, con la participación activa y la connivencia pasiva del resto de compañeros, hasta que, un buen día, Shoko deja de asistir a la escuela y las consecuencias caen en tromba sobre la cabeza de Shôya, quien es apartado por el resto de alumnos, incluso por aquellos que le acompañaban en sus correrías o le amonestaban de forma laxa. El resumen de la contraportada no coincide con la introducción de Shôya en la cinta, quien pretende, de forma sincera y pasados seis años desde el incidente final, lograr el perdón, incluso a costa de su propia vida.

Shôya, tras una discusión al borde de las lágrimas con su madre, pues ésta ha descubierto las intenciones de su hijo de suicidarse, inicia un camino de redención, otro más entre tantos que han sido tratados en la Literatura, pero desde una perspectiva multifocal. No sorprende que la víctima tuviera que abandonar el centro formativo, pero sí que el acosador sufriera después el vacío de la microsociedad escolar. Shôya trata de analizar porqué hizo daño a Shoko y, también, porqué se esfuerza en buscarle el sentido a tanto dolor, tanto ajeno como propio. En un momento dado, Shôya nos habla de una especie de justificación basada en el miedo a lo diferente y a lo que no le gusta, pero también en la falta de líneas de comunicación, lo cual le empuja a aprender el lenguaje de signos y plantarse ante Shoko y comenzar a comprenderla; incluso a satisfacer la necesidad de ambos de ser y tener amigos.

Las pruebas a las que se enfrentarán Shoko y Shôya juntos y por separado los llevarán a replantearse muchos prejuicios e ideas preconcebidas, recorriendo senderos paralelos, incluso en dirección contraria, en los que aflorarán los miedos y faltas de ambos personajes gracias a la intervención de los secundarios que los rodean, pues, ¿acaso estos no son pequeñas reproducciones de una parte esencial de los dos protagonistas? Shoko se siente culpable de su propia discapacidad auditiva y Shôya (con más razón) del dolor causado a la joven. Ambos son solitarios, cobardes, indecisos… Jóvenes en un juego demasiado salvaje.

Las dos horas pasadas que dura el metraje inciden en el valor visual de la comunicación no verbal (interesante es la forma de Shôya de ver a quienes le rodean, con los rostros tachados por una X), más allá de la simple contemplación de la naturaleza; pues, ¿qué otro problema hay más grave cuando se vive la adolescencia que la falta de comunicación y la incomprensión? 

La historia que se narra en A Silent Voice es muy poderosa, cargada de humanidad, a veces no muy fácil de seguir y digerir, con un mensaje contra el acoso, lo preconcebido, el aislamiento social y el suicidio como vía de escape a los problemas personales; para reflexionar y tomarnos nuestro tiempo para formular nuestras ideas y transmitirlas; para actuar y asumir las consecuencias.


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