Guardia de cine: reseña de «El crack» (1981)
Garci filmó su amor por el noir con alma castiza, y encontró en Alfredo Landa un Bogart de Chamberí
El cine de la Transición española y de los primeros años de Democracia pivota entre historias olvidables, visiones algo ingenuas de la Guerra Civil y un humor chabacano marinado en excesos de pechos y felpudos al descubierto. Por eso, los títulos que brillan entre tanta mediocridad lo hacen con una intensidad cegadora y desgarradora. Entre ellos se encuentra El crack (1981), coescrita y dirigida por José Luis Garci: una narración dura y sincera, un homenaje patrio al cine y la literatura noir, dedicada al escritor estadounidense Dashiell Hammett, autor de El halcón maltés, entre otros. Una historia donde la violencia está medida, pero no por ello deja de golpear al espectador.
Alfredo Landa, en un papel opuesto a aquellos que lo hicieron popular en la década de 1960, encarna a Germán Areta, un exmiembro de la Brigada Criminal que sobrevive como detective privado de medio pelo. La presentación del personaje resulta, en apariencia, trillada, al igual que el encargo que recibe: encontrar a una joven desaparecida años atrás en la noche madrileña. Sin embargo, la historia engancha por la fuerza vital y humana de sus escenas, por la rotundidad de sus diálogos y, sobre todo, por el propio Landa, capaz de imprimir ternura a un personaje tosco y frío, tan lleno de cicatrices que parece imposible causarle una nueva herida.
Cumpliendo con el encargo, Areta avanza mucho más que la Policía. Sortea obstáculos donde la investigación oficial quedó encallada, pero también llama a puertas que no debería tocar por su propio bien. Todo avanza rápido, demasiado rápido quizá para ser verdad. Entonces comprende que el golpe de la traición puede llegar desde cualquier lugar.
Mientras tanto, Areta construye una vida personal junto a Carmen, una madre soltera a la que conoció en el hospital, y su hija Maite, para quien el detective es lo más parecido a un padre que haya tenido.
Landa carga sobre sus hombros todo el peso de la historia, aunque cuenta con un reparto de apoyo de lujo. Hace creíble a su personaje mientras deambula y sobrevive por las calles frenéticas de Madrid. La ciudad se convierte en un monstruo que respira gracias a los inevitables dramas cotidianos; un personaje más, sucio de día y melancólico de noche, pero siempre peligroso.
El crack es una golosina amarga, un gancho de Rocky Marciano, un capricho de José Luis Garci, quien arrastró el guion hasta Nueva York simplemente por darse el gusto, aunque ver a Landa pasear por aquellas calles despierte ecos de Vente a Alemania, Pepe.
El crack es, en definitiva, un título sobresaliente: seco, honesto, profundamente humano.

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