Guardia de literatura: reseña de «La chica del tambor», de John le Carré

Título original: The little drummer
Colección Millenium
vols. 66-67
Prólogo: Enrique Murillo
Traducción: Luis Murillo Fort
ISBN: 8496142132


Último destello del John le Carré más espeso cruzando el Rubicón hacia los años ochenta

Con esta novela de 1983, John le Carré quería dar un giro a sus tramas de siempre, lo que, según he recogido, no fue muy bien recibido por el público y por parte de la crítica, que pedía más novelas grises con la Guerra Fría de telón de fondo. No estoy seguro de creer eso de que fue un fracaso, pues al año siguiente ya contaba con una adaptación cinematográfica (con Diane Keaton de protagonista, quien se parecía al personaje literario tanto como un huevo a una castaña, aunque lo mismo podría decirse de Klaus Kinski interpretando a Martin Kurtz), y porque hay gente demasiado dada al melodrama, incluso escribiendo reseñas. Lo cierto es que no es un título muy querido por los lectores en general; suspende o roza el aprobado en la mayoría de las webs, pero muchos de estos “críticos” de dos líneas no son iniciados en el Le Carré más espeso.

Lo cierto es que Le Carré abandonó la senda conocida y se introdujo en otra que ya sería más común durante los años ochenta y la década que vería derrumbarse la Hoz y el Martillo en Rusia (aunque fuera en apariencia). El M16 es desahuciado de su máquina de escribir, así como los espías de ambos lados del Telón de Acero. Le Carré coge las piezas de su particular ajedrez y, para la ocasión, las viste de agentes del Mossad y de terroristas palestinos. Y entre tanta pieza hay un peón que es capaz de convertirse en reina sin llegar al final del campo e, incluso, cambiar de color.

La acción comienza con un atentado en la casa de un agregado israelí en Bad Godesberg. A pesar del aura tétrica propia de un acto violento de esta magnitud, Le Carré es capaz de colar ciertas notas de humor y cinismo en su descripción. Es un arranque efectista que no nos evitará regresar a esos parajes tan propios en los que el escritor disfrutaba de lo lindo. Conoceremos al doctor Alexis, un torpe policía alemán, doctorado en Derecho, que trabará pronto amistad con Marty Kurtz, un rollizo y cuarentón agente del Mossad que dirigirá una minuciosa operación de caza de terroristas para la cual necesita fichar a su propio terrorista, hecho a imagen y semejanza de su imaginación y de la de sus subalternos. Alexis es un hombre gris y amargado por las limitaciones impuestas por las aspiraciones de otros, y Kurtz, quien no da puntada con hilo, sabe muy bien dónde poner a sus amigos y cómo contentarlos. Pero Alexis no es el personaje que nos interesa. Por ello debemos girar la cabeza y enfocarla en la isla de Mykonos, donde un grupo de díscolos actores hippies disfruta de unas vacaciones pagadas por un generoso y anónimo patrocinador que no es otro que el Estado de Israel, cosa que ellos desconocen por completo. Entre ese grupito de díscolos está Charlie, una joven burguesa con conatos izquierdistas que será fichada por el Mossad para acabar con una red de terroristas, liderada por Khalil, un fantasma que no deja de asesinar a judíos por toda Europa.

Kurtz, junto con su escudero Shimon Litvak y el misterioso Gadi Becker, alias José, entrenarán a Charlie, así como la convencerán de interpretar el papel de su vida, que comienza por ser la amante de un radical palestino que ahoga las tristezas del campo de refugiados en champán, turgentes pechos femeninos y rápidos coches de lujo, y que sigue con su “conversión” en terrorista revolucionaria, siempre en el papel y la ficción creados por Kurtz y los suyos.

Durante esta primera parte, correctamente llamada “Preparación”, nos dejaremos arrastrar por capítulos extremadamente largos en los que a veces se recrea una única escena que puede ser una comida con un agente artístico o un interrogatorio en una mansión abandonada, con todo lujo de detalles. Hasta la hez, como en El honorable colegial, aunque haya fragmentos que atosiguen al lector. La preparación psicológica de Charlie y todos los movimientos previos a la toma de decisiones para las que no habrá vuelta atrás, será ardua para quien lo lee.

¿Sobran páginas? Psé. Esas opiniones siempre son subjetivas. A mí me gusta este tipo de novelas, pero he de reconocer, aunque no recuerdo el pasaje en cuestión, que la lectura se me hizo algo cuesta arriba. Pero es que el lector más de base se ha de dar cuenta que el mundo del espionaje no es el de James Bond, quien siempre ha sido un comando. El espionaje es labor de oficina, tejemanejes a susurros y un único disparo en el centro de la diana.

La segunda parte de La chica del tambor tiene el título de «Botín». Menos dilatada en número de páginas, su narración es mucho más dinámica, pues, por fin, Charlie actúa. Ya no nos vamos a enfrascar tanto en interminables y oscuras entrevistas como durante la primera parte, y nuevos personajes entran en acción. Ahora, Charlie es “liberada” por el Mossad para acabar en manos de los palestinos. Estará en el Beirut destrozado por la guerra civil, en un castillo medieval que sirve de campo de entrenamiento para terroristas internacionales (irlandeses, vascos, sudafricanos…), y en campos de refugiados palestinos donde la aviación israelí prueba su puntería. Lejos de los lazos que la unen con el Mossad, Charlie no sólo representará un papel teatral, sino que corre el peligro de integrarse plenamente en la estructura terrorista. Kurtz se la juega, así como Becker, quien se ha enamorado de Charlie y parece ser el único que no la considera un peón (o una puta, como termina sintiéndose Charlie), que no le importa a nadie abandonar en un frío regato. Por su parte, Litvak cada día vive más tenso ante la posibilidad de haber entrenado un terrorista que, más que conseguir el objetivo marcado por Kurtz, participe en acciones contra intereses judíos y sionistas en Europa.

El problema de la segunda parte es que, gracias a su liviandad, apenas hay mucho tiempo para que Charlie y los demás se hagan notar más de la cuenta.

Puede que esa desvinculación sea la que enriquezca la novela, permitiendo a Le Carré mostrar el dolor en ambos lados de la delgada línea que separa a unos enemigos en apariencia irreconciliables. No es una lectura maniquea y se nota las horas de documentación y entrevistas que hizo el escritor, tanto con israelíes como con palestinos, para ofrecer una visión lo más fiel a la realidad.

Puedo decir que sí, que es una novela que me ha gustado, siempre seré más del Le Carré de los setenta, la verdad. Mantiene el pesimismo y la crudeza gris, con un final que ni es feliz ni triste.


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