Guardia de literatura: reseña a «Tiburón» de Peter Benchley
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Título original: Jaws Editorial Planeta SA. Barcelona 1984 Traducción: Sebastián Martínez y Luis Vigil ISBN: 84-320-8208-2 303 páginas |
A lo largo de las tres partes en las que la divide, el autor sabe ir hilando un telar humano, con sus virtudes y defectos, incluso con sus extravagancias y contradicciones
Anda que no andaba yo tras este título. Años. Y las ocasiones en las que me topé con él fueron tan escasas como las posibilidades de dar en el océano con un pez como el que vertebra este drama.
Primero lo encontré en una librería de segunda mano que apesta a humedad y a cementerio de cultura, donde van a parar libros con más polvo que letras impresas. Era una edición condensada del Harpers, por lo que lo dejé correr. Yo quería la novela tal cual, no un resumen de revista cosido junto a otras historias de las que no había oído hablar en la vida. Después apareció un ejemplar yaciendo, medio destripado, en una mesa montada con un tablón y dos caballetes, a la entrada de otra librería de segunda mano. Me parecía excesivamente caro desembolsar un euro por un libro del que apenas quedaba algo de la cubierta y del que el librero acabaría deshaciéndose en el contenedor de reciclado de papel más cercano.
Al fin, ocurriéndoseme darme un paseo por los pasillos de la tienda local de una conocida red de empeño y compraventa de objetos, di con mi presa final, a 0,50 €. Una edición de la serie Bestsellers de Planeta de la primera mitad de los años 1980. No lo iba a dejar escapar.
Y andaba detrás de este título por la simple razón que la ópera prima de Steven Spielberg, que adapta esta novela, me parece una obra maestra del cine y es una de mis películas favoritas. Por supuesto, reniego de la degeneración hacia el terror adolescente que fueron adoptando las sucesivas secuelas. Yo me quedo con la historia de la lucha del hombre empequeñecido frente a una bestia de la Naturaleza que lo desplaza de la cima de la cadena trófica; frente a un animal distinto a todos, voraz y astuto: un ser humano hecho aletas y dientes, a fin de cuentas.
Quería leer la novela en la que se basa esta cinta y lo que he encontrado entre sus páginas me ha sorprendido, pues aunque se conservan incólumes los cimientos de la historia en la versión cinematográfica, hay una serie de datos y hechos que se modifican y retuercen.
Amity, al contrario que en la visión de Spielberg, es una localidad de Long Island y no una isla en sí. Con un censo que apenas roza los mil habitantes y que vive en exclusiva de los beneficios y los réditos que pueda traer de bueno la temporada estival, todo el mundo está vinculado a los negocios que se asientan en el turismo: suministros, alquiler de viviendas y mantenimiento de las mismas, transporte, ocio, etc. Un verano malo se traduce en un invierno peor, y un tiburón blanco con apetencia por la carne humana se vislumbra como una amenaza que puede herir de muerte a un pueblo de delicada salud: cierre de establecimientos, quiebras económicas, pérdida de empleos y, finalmente, la emigración a otros puntos del mapa o a la gran ciudad.
El jefe Brody (físicamente nada parecido al gran Roy Scheider), pretende clausurar las playas hasta nuevo aviso desde que se encuentran los restos de la primera merienda humana del tiburón, pero nadie quiere que se tome semejante decisión pues el 4 de julio está al caer y se reza a todos los dioses y santos para que Amity reviente de turistas. Se oponen a Brody el alcalde y algunas escogidas fuerzas vivas de Amity, y lo que se presentaba en la cinta de Spielberg como una maniobra necia por parte del politiquillo de turno se manifiesta aquí como algo más complejo, pues no solo estamos hablando de la normal economía local, sino también de un entramado de especulación urbanística que se ha beneficiado de la irrupción del tiburón para comprar terrenos y casas a bajo coste, y que espera que la amenaza submarina se haya dirigido hacia “pastos” más apropiados a su especie para que los precios repunten. Un entramado de especulación en el que está involucrada la mafia neoyorkina y que romperá la paz de Amity tanto como la presencia del pez, pero a un nivel menos visible.
Pero, claro, estos son unos opositores que tampoco logran imaginar que un tiburón comedor de hombres pueda atraer la atención de turistas deseosos de verlo en acción. Incluso que algún local se aproveche de esta nueva y terrorífica “atracción turística”.
Aparte del drama económico, está el social y familiar, con una marcada separación en estamentos entre los locales y los veraneantes. Pobres y trabajadores los primeros y ricos y despreocupados los segundos. Brody es un local que se casó con Ellen, una chica veraneante, de un estrato social superior y que, las más de las veces, parece no encajar con su marido en nada. Aunque Ellen reconoce ser feliz con la vida que tiene junto a Brody y a sus tres hijos, y lo hace sin incurrir en hipocresías, no por ello mantiene dentro de ella la necesidad de no romper lazos con su pasado. Así, Ellen, en su inseguridad, siempre trata de organizar cenas con antiguas amistades, en las que Brody es tan buen conversador como una maceta vacía, algo que lo irrita profundamente.
Brody se culpa de estar casado con una mujer que no merece. Él es un policía que se está quedando calvo y echando tripa, que duerme en una cama de matrimonio con una persona diez años más joven, excesivamente atractiva y que ha renunciado a su mundo de clubes de tenis y tardes de té.
El matrimonio Brody se quiere, pero sufre de baches por su origen dispar. Y se pondrá a prueba con la entrada en escena del ictiólogo Matthew Hooper. Al contrario que en la película de Spielberg, Hooper no congeniará con Brody: desde el primer segundo, Brody lo advierte como una amenaza, más cuando sabe que Hooper y Ellen se entienden muy bien, quién sabe si aún mejor en la cama.
Brody y Hooper se acaban odiando a muerte, llegando a las manos con facilidad.
La novela carece de la espectacularidad cinematográfica. Es bien diferente, sobre todo cuando la acción se desarrolla a bordo del Orca, junto a rijoso Quint, pero el mensaje de la cinta es el mismo que el de la novela.
Benchley utiliza una narrativa simple, sin términos rebuscados. Incluso se podría tildar a la novela de ligera en dicho aspecto. A lo largo de las tres partes en las que la divide, el autor sabe ir hilando un telar humano, con sus virtudes y defectos, incluso con sus extravagancias y contradicciones. Ahí queda la descripción casi esquelética de los intereses enfrentados por culpa de una economía fundamentada en el turismo, la especulación urbanística, la negligencia que antepone el dinero a la seguridad, la facilidad con la que las desgracias ajenas se diluyen con el paso de los días y la morbosidad del público.
Un buen libro en una edición aceptable que tiene la pega principal de que en la maquetación alguien confundió y fundió dos escenas bien distintas en una. Estás leyendo cómo Ellen y Hooper se conocen y, de pronto, estás en una cena en la casa de los Brody cuyo comienzo lo encontrarás al de algunas páginas, ya en otro capítulo.
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