Guardia de literatura: reseña a «El difunto Matías Pascal», de Luigi Pirandello

SALVAT EDITORES SA
Traducción: R. Cansinos Assens
Depósito legal: NA. 42-1971
224 páginas

La lectura de «El difunto Matías Pascal» es exigente y no tan divertida como se anunció (tras la primera píldora de humor, la novela transita hacia el amargor del drama, de regusto intenso y filosófico), pero está dotada de suficientes elementos interés para que el libro ocupe un lugar preferente en la estantería de casa

Hoy toca hablar de uno (otro más), de esos libros que rescato del incierto destino que sigue a la injusta expurgación. Otro título de los que se ofrecen gratis a todo aquel que pase y tenga el corazón tierno para la celulosa.

Sobre la mesa de patas plegables estaba este «El difunto Matías Pascal», de un tal Luigi Pirandello, a quien conozco de oídas por ser en, no pocas ocasiones, nombrado durante el metraje de la serie de televisión «El comisario Montalbano»; un autor que se lo considera un maestro en su forma de escribir obras de teatro y que alcanzó fama durante los tumultuosos años 1920-1930. 

Este «El difunto Matías Pascal» en concreto fue el que ocupó el nº 95 de la ecléctica colección de SALVAT de RTV (RTVE), que se editó entre los años 1969-1971, y que reunía obras de ficción, ensayo, etc., aspirando ser un revulsivo cultural en los hogares de los españoles.

El escritor barcelonés Carlos Pujol (1936-2012), encargado del prólogo, nos sirve de Cicerone para la curiosa trama que compone Pirandello, cuya idea, a la fuerza, le tuvo que brotar de su fértil imaginación por culpa de la delicada situación personal en la que estaba atrapado por aquel entonces. No cabe duda que le resultaría harto atractivo abandonar la vida que llevaba y adoptar una nueva identidad libre de cargas y sinsabores. Así es como fue escribiendo esta novela, narrada en primera persona por un tal Matías Pascal, del pueblo de Miragno. Sin embargo, Pujol nos adelanta una novela mucho más divertida de lo que, en realidad, termina siendo, pues el divertimento se centra en los primeros compases para, luego, embarrarnos en el tedio con prodigalidad.

Matías Pascal es un hombre que pasó de una vida acomodada a otra bastante precaria por culpa del administrador de los bienes de la familia. La descripción del paso desde ese mundo infantil hacia el adulto en decadencia es impecable y trufada de escenas que te hacen reír con ganas. Es la parte que más se disfruta, pues Matías Pascal es un canalla en todos los sentidos, pero que acabará encadenado a una mujer y, por ende, a una suegra que le harán vivir un infierno sin tregua al considerarle culpable de frustrarles las aspiraciones de gozar de las mieles de una riqueza que acabó en los bolsillos de otro, gracias a las malas artes del administrador y a que el propio Matías era poco dado al ahorro y mucho al despilfarro.

Harto de aguantar gritos y discusiones, aplastado por el dolor que le causa la muerte de su madre y de su hija de un año de edad, asqueado por todo, Pascal decide desaparecer por unos días que gasta en el Casino de Montecarlo. Allí, en vez de arruinarse de forma irremediable, acumula una gran cantidad de dinero. Sopesando entre abandonar Miragno y enfocar las tierras americanas o volver al hogar con los billetes suficientes para taparle la boca definitivamente a su suegra, Matías se topa con una noticia increíble: le dan por muerto al identificar con sus señas al cadáver de un hombre ahogado que aparece la presa del viejo molino familiar. Matías deja que ese desconocido ocupe una tumba que no le corresponde y asume la falsa identidad de Adriano Meis, decidiendo vivir en completa libertad y sin ataduras. Solo ve ventajas, más está terriblemente equivocado. Esto es algo que no nos cogerá de sorpresa, pues la novela arranca un tiempo después de haber regresado a Miragno y recuperado su nombre.

Es justo cuando Matías está en Mónaco cuando la trama sufre un bajón en cuanto a humor y comienzan a encontrarse unos farragosos párrafos con un sinfín de tribulaciones, reiteraciones y contradicciones del personaje principal que llegan a exasperar (y a invitar al lector saltárselos sin remordimiento). Podría decir que no es hasta que Matías recala en Roma, en la casa del señor Paleari, cuando se nos ofrece el cuartel necesario, alterándose el arco iniciado en el principado monegasco.

La escritura de Pirandello es rica, ágil, pero muy recargada y agotadora dependiendo del capítulo.

A pesar de tan atractiva idea, la de crear una identidad nueva y desligada de todo, ficticia y liberada de cualquier grueso eslabón que la una a la realidad, Pirandello acaba trasladando la conclusión de que no existe tal libertad si la nueva identidad no es más que una sombra, sin peso, sin papeles que la avalen. Matías Pascal, como Adriano Meis, no es más que un hombre hueco: no puede amar ni ser correspondido pues no existe más allá de su imaginación y sus mentiras, ni siquiera puede comprarse un perrillo que le haga compañía. Tampoco puede denunciar el robo de sus caudales, pues Adriano Meis no tiene documentación con la que plantarse ante la policía. Al final, Pascal se da cuenta que únicamente causa dolor así mismo y a aquellos que lo rodean y, ciegos, lo quieren y aprecian. La decisión de vestir el pellejo real de su yo anterior se impondrá, pero, ¿cómo regresar a una vida que ha sido archivada en el Registro civil con un acta de defunción?

Esta edición tardía contiene dos capítulos finales en los que Pirandello tuvo la intención de responder a aquellos críticos literarios que tacharon la obra como de “argumento inverosímil”. Para ello se sirve de un suceso real de tintes similares sucedido en 1916 y que involucra a un muerto que no estaba muerto, mas no era un Matías Pascal decidido a “liberarse”, pues su mujer y el amante de ésta, mientras el hombre cumplía prisión, lo declararon muerto para poder casarse, provocando así un curiosísimo supuesto de bigamia.


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