Guardia de literatura: reseña a «Gambito de dama», de Walter Tevis

Título original: The Queen's 
Gambit

ALFAGUARA, Barcelona
Traducción: Rafael Marín
Primera edición: 2021
ISBN: 978-84-204-6028-4
311 páginas


Extraña novela que no se puede dejar de lado, aun cuando la protagonista eche un poco para atrás

Acudí a la biblioteca pública con el ánimo de llevarme algo de Tevis, aunque lo que tenía en mente era ponerme a leer Sinsonte El hombre que cayó a la Tierra, pero todos estaban pillados a excepción de este Gambito de dama. Me dije: “No es ciencia ficción, pero, ¿por qué no?”, y lo cargué hasta casa y, luego, a mi lugar de retiro espiritual como lector. 

La sensación que me ha dado terminar de leer esta novela, que resurgió momentáneamente de las cenizas gracias a la serie de Netflix, es un tanto confusa, aún cuando soy aficionado al ajedrez. Es como si estuviera convencido de que Tevis no contara una historia muy para allá pues se sabe que Beth Harmon ganará, incluso rodeada por torneos de ajedrez casi insondables y noches solitarias de alcohol y tranquilizantes, y alguna que otra relación sexual esporádica, pero que no puedes dejarla de lado. Vamos, no pasaba por mi cabecita la idea de abandonar la lectura por la simple razón de que Tevis me tenía atrapado.

Gambito de dama, para aquellos que no lo sepáis, relata la historia de Elizabeth (Beth) Harmon, una chica que quedó huérfana a muy corta edad y que fue ingresada en el orfanato Methuen, donde primero se hizo adicta a los tranquilizantes que administraban con suma alegría (por eso de tener controlados a la chavalería) y, segundo, aprendió los rudimentos del ajedrez gracias al taciturno bedel, el señor Shaibel. Entre montones de pastillas verdes para tomarlas a puñados, noches repasando mentalmente partidas de ajedrez, enfrentamientos con Jolene (la única chica que se describe y que termina siendo su mejor amiga), así como la extraña relación con los adultos del centro y los años que se tirará sin poder jugar al ajedrez con Shaibel como castigo, la vida de Beth va consumiéndose.

Luego, en la adolescencia, Beth tendrá la suerte de ser adoptada por el matrimonio Weathers; bueno, más bien por Alma Weathers. Abandonada a los pocos meses por su marido, Alma tratará de llevar la casa y la educación de Beth aunque sea un trasunto carnoso de mueble de color azul. Beth insistirá en recuperar el contacto con el ajedrez, que es aquello que le insufla aire a su vida gris azulada. Cuando Alma se percate de la gran capacidad de Beth sobre el tablero y de que puede arrasar en los campeonatos de ajedrez donde se ofertan suculentos primeros premios en metálico, ambas se embarcan en una odisea en la que las islas serán las diferentes ciudades donde se celebran competiciones a nivel estatal y nacional. Creo que esta es la mejor parte del libro.

Como era de esperar, Beth va subiendo peldaños en un mundo que se expande mucho más allá del mohoso sótano donde jugaba con el bedel de Methuen. Pero la muerte de Alma Weathers durante el torneo de Méjico D. F. la hundirá en un abismo de calmantes y alcohol, debiendo recurrir a la ayuda (no pedida), de sus mayores rivales en el establishment del ajedrez estadounidense, hasta el clímax, cuando se enfrente por segunda vez en Moscú a Vasili Borgov, el campeón del mundo y un hombre que la aterra.

Tal y como lo acabo de contar, pues la historia tiene su base y sus pliegues, aunque sigo con la mosca de que apenas se desarrolla, al menos en sus personajes, con una excesiva recreación narrativa en borracheras y sueños profundos inducidos por las drogas, así como con partidas de ajedrez en las que hay que estar algo más que leyendo para saber lo que sucedeAunque Beth sea la heroína, resulta un tanto repelente por su egoísmo y narcisismo aunque se regodee en su supuesta fealdad física. Detalles que parece que apenas hacen mella como que no devolviera los cinco dólares que le prestó el señor Shaibel para inscribirse en su primer torneo de ajedrez (que ganó con soltura), que nunca escribiera ni tratara de ponerse en contacto con Jolene (aún pudiendo hacerlo sin problema), o esa extraña relación parasitaria con sus amantes (a quienes parece que les da igual que los usen), pues resultan un tanto… No sé cómo etiquetarlos con precisión.


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