Guardia de literatura: reseña a «El jardinero de Ochákov», de Andrei Kurkov

Título original: «Sadovnik iz
Očakova»
Blackie Books SLU, Barcelona
Traducción: Marta Rebón
Primera edición: septiembre de
2019
ISBN: 978-84-17552-34-3
334 páginas
Kurkov me engatusó con su narrativa sencilla, de vez en cuando bombardeada salvajemente por la necesidad de crear una imagen poética entre párrafos

Esta novela me llegó a las manos por una recomendación que me dieron en un instante en el que no sabía qué leer. Buscaba un título con el que pasar el tiempo muerto y una opinión favorable me sirvió de excusa para adentrarme en el mundo narrativo de Andrei Kurkov, considerado como uno de los mejores narradores actuales; fama que entiendo debe ser merecida en parte porque con otro cualquiera habría arrojado el libro lejos de mí a las primeras de cambio por cuanto yo aún no le encuentro mucho sentido a la historia que nos presenta, no siendo otra cosa que un simple ejercicio de escritura por parte de Kurkov por no tener nada más provechoso que echar en cara al procesador de texto. Ese es mi sentir una vez llegado al punto final.

La premisa de la contraportada es atractiva: Ígor decide asistir a una fiesta de disfraces de corte retro, vestido con un uniforme de miliciano de los tiempos de Stalin, creyendo que hará furor entre los allí congregados; pero ese mismo uniforme es una puerta o una máquina del tiempo de tela que llevará a Ígor, tras unas copas de coñac, a la URSS de 1957, donde se meterá en líos, se enamorará de una más que atractiva mujer y resolverá algunos misterios, todo “por culpa del jardinero de Ochákov”.

La cosa promete: un poco de acción y diversión, ¿verdad? Pues nada más lejos de la realidad. Es más, quien escribe el texto de contraportada confunde la identidad del “jardinero de Ochákov”.

El protagonista, Ígor, es un “nini” que, por problemas económicos, ha tenido que cambiar Kiev por la más rural Irpín. Su relación con Yelena, su madre, es cuanto menos angulosa y los días los va matando sin otro objetivo que vencer el aburrimiento, beber café soluble y té, emborracharse con vodka y licor casero y, cuando la cosa promete, evadirse hasta la capital y quedar con su amigo Kolián, un experto informático que trabaja para un banco. 

Un buen día, por intercesión de la vecina, Yelena contrata a Stepán como jardinero por la ridícula cifra de cien grivnas al mes y alojamiento y comida. Stepán es un tipo nada corriente, por cuanto es un vagabundo que, en realidad, no lo es, y que luce en el antebrazo una extraña mancha azul que fue un tatuaje que le hizo su padre cuando era niño, sin lograr saber porqué y con qué fin. Un tatuaje que es un borrón indescifrable hasta que Ígor pide ayuda a Kolián y éste, gracias a sus conocimientos en diversos programas informáticos, descubre que es una dirección. Esta revelación llevará a Stepán y a Ígor hasta Ochákov, donde darán con la pista del padre de Stepán, Iosip, y su relación con Fima Chaguin, un mafioso local de los años 1950, cuyo recuerdo aún perdura en la memoria de los viejos del lugar. Se colarán de noche en la antigua casa del mafioso y darán con un verdadero tesoro custodiado dentro de tres maletas tras una pared falsa, aunque Ígor, a cambio de su apoyo (incluido el financiero), tan sólo recibirá un reloj de oro que no funciona y un uniforme de miliciano con su pistola. El mismo uniforme con el que irá a la fiesta a la que lo invita Kolián, pero que lo llevará hasta las calle del Ochákov de 1957, donde conocerá a Vania Samojin, un simpático ladronzuelo de vino y a su madre, a Valia, una exuberante pelirroja vendedora de pescado ante la que caerá rendido, y a Fima Chaguin, el peligroso criminal.

Unos viajes al pasado de apenas unas horas se mezclarán con los planes de Stepán de recuperar la relación con su hija, Aliona, y los líos que superarán a Kolián por muy pirata informático que sea, cuya cabeza acabará teniendo precio por meter la nariz y el teclado donde no le llaman. Unos viajes que apenas aportan nada más allá de unas páginas y una colección de fotografías que Ígor ordena a Vania realizar a cambio de un billete de cien rublos; y unas historias, las de Stepán y Kolián, que tampoco me llegaron a interesar gran cosa, pero que seguí leyendo. ¿Por qué? No lo sé. Quizá Kurkov me engatusó con su narrativa sencilla, de vez en cuando bombardeada salvajemente por la necesidad de crear una imagen poética entre párrafos. 

Como he adelantado, este libro es un ejercicio o un pasatiempo para Kurkov que ha acabado publicado a todo bombo y platillo porque será un autor (esto lo digo yo sin tener ni idea), al que ya le meten en imprenta hasta por compartir una receta de salsa de tomate frito. La historia no llega a gran cosa y los personajes son apenas unos fantasmas que se deslizan entre las páginas.


No hay comentarios

Con la tecnología de Blogger.